cabellos ajenos, cedía a la cólera y al desdén. Así terminaron mis esperanzas sobre aquella
viuda por culpa de un accidente por cierto imprevisible, pero que la serie natural de los
sucesos había provocado.
Sin desesperar, empero, emprendí el asedio de un corazón menos implacable. Los
hados me fueron propicios durante un breve período, pero un incidente trivial volvió a
interponerse. Al encontrarme con mi novia en una avenida frecuentada por toda la élite de
la ciudad, me preparaba a saludarla con una de mis más respetuosas reverencias, cuando
una partícula de alguna materia se me alojó en el ojo, dejándome completamente ciego por
un momento. Antes de que pudiera recobrar la vista, la dama de mi amor había
desaparecido, irreparablemente ofendida por lo que consideraba descortesía al dejarla pasar
a mi lado sin saludarla. Mientras permanecía desconcertado por lo repentino de este
accidente (que podía haberle ocurrido, por lo demás, a cualquier mortal), se me acercó el
Ángel de lo Singular, ofreciéndome su ayuda con una gentileza que no tenía razones para
esperar. Examinó mi congestionado ojo con gran delicadeza y habilidad, informándome
que me había caído en él una gota, y —sea lo que fuere aquella «gota»— me la extrajo y
me procuró alivio.
Pensé entonces que ya era tiempo de morir, puesto que la mala fortuna había decidido
perseguirme, y, en consecuencia, me encaminé al río más cercano. Una vez allí me despojé
de mis ropas (dado que bien podemos morir como hemos venido al mundo) y me tiré de
cabeza a la corriente, teniendo por único testigo de mi destino a un cuervo solitario, el cual,
dejándose llevar por la tentación de comer maíz mojado en aguardiente, se había separado
de sus compañeros. Tan pronto me hube tirado al agua, el pájaro resolvió echar a volar
llevándose la parte más indispensable de mi vestimenta. Aplacé, por tanto, mis designios
suicidas, y luego de introducir las piernas en las mangas de mi chaqueta, me lancé en
persecución del villano con toda la celeridad que el caso reclamaba y que las circunstancias
permitían. Mas mi cruel destino me acompañaba, como siempre. Mientras corría a toda
velocidad, la nariz en alto y sólo preocupado por seguir en su vuelo al ladrón de mi
propiedad, percibí de pronto que mis pies ya no tocaban terra firma: acababa de caer a un
precipicio, y me hubiera hecho mil pedazos en el fondo, de no tener la buena fortuna de
atrapar la cuerda de un globo que pasaba por ahí.
Tan pronto recobré suficientemente los sentidos como para darme cuenta de la terrible
situación en que me hallaba (o, mejor, de la cual colgaba), ejercité todas las fuerzas de mis
pulmones para llevar dicha terrible situación a conocimiento del aeronauta. Pero en vano
grité largo tiempo. O aquel estúpido no me oía, o aquel miserable no quería oír. Entretanto
el globo ganaba altura rápidamente, mientras mis fuerzas decrecían con no menor rapidez.
Me disponía a resignarme a mi destino y caer silenciosamente al mar, cuando cobré ánimos
al oír una profunda voz en lo alto, que parecía estar canturreando un aire de ópera. Mirando
hacia arriba, reconocí al Ángel de lo Singular. Con los brazos cruzados, se inclinaba sobre
el borde de la barquilla; tenía una pipa en la boca y, mientras exhalaba tranquilamente el
humo, parecía muy satisfecho de sí mismo y del universo. En cuanto a mí, estaba
demasiado exhausto para hablar, por lo cual me limité a mirarlo con aire implora nte.
Durante largo rato no dijo nada, aunque me contemplaba cara a cara. Por fin, pasándose
la pipa al otro lado de la boca, condescendió a hablar.
—¿Quién es usted y qué diablos hace aquí? —preguntó.
A esta demostración de desfachatez, crueldad y afectación sólo pude responder con una
sola palabra: «¡Socorro!»
—¡Socorro! —repitió el malvado—. ¡Nada te eso! Ahí fa la potella... ¡Arréglese usted