bollo tiene alas, y el púho tiene alas, y el duende tiene alas, y el gran tiablo tiene alas. El
ángel no tiene alas, y yo soy el Ángel de lo Singular.
—¿Y qué se trae usted conmigo? ¿Se puede saber...?
—¡Qué me draigo! —profirió aquella cosa—. ¡Bues... qué berfecto maleducado tebe
ser usted para breguntarle a un ángel qué se drae!
Aquel lenguaje era más de lo que podía soportar, incluso de un ángel; por lo cual,
reuniendo mi coraje, me apoderé de un salero que había a mi alcance y lo arrojé a la cabeza
del intruso. O bien lo evitó o mi puntería era deficiente, pues todo lo que conseguí fue la
demolición del cristal que protegía la esfera del reloj sobre la chimenea. En cuanto al ángel,
me dio a conocer su opinión sobre mi ataque en forma de dos o tres nuevos golpes en la
cabeza. Como es natural, esto me redujo inmediatamente a la obediencia, y me avergüenza
confesar que sea por el dolor o la vergüenza que sentía, me saltaron las lágrimas de los
ojos.
—¡Tíos mío! —exclamó el ángel, aparentemente muy sosegado por mi
desesperación—. ¡Tios mío, este hombre está muy borracho o muy triste! Usted no tebe
beber tanto... usted tebe echar agua al fino. ¡Vamos beba esto... así, berfecto! ¡Y no llore
más, famos!
Y, con estas palabras, el Ángel de lo Singular llenó mi vaso (que contenía un tercio de
oporto) con su fluido incoloro que dejó salir de una de las botellas-manos. Noté que las
botellas tenían etiquetas y que en las mismas se leía: «Kirschenwasser».
La amabilidad del ángel me ablandó grandemente y, ayudado por el agua con la cual
diluyó varias veces mi oporto, recobré bastante serenidad como para escuchar su
extraordinarísimo discurso. No pretendo repetir aquí todo lo que me dijo, pero deduje de
sus palabras que era el genio que presidía sobre los contretemps de la humanidad, y que su
misión consistía en provocar los accidentes singulares que asombraban continuamente a los
escépticos. Una o dos veces, al aventurarme a expresar mi completa incredulidad sobre sus
pretensiones, se puso muy furioso, hasta que, por fin, estimé prudente callarme la boca y
dejarlo que hablara a gusto. Así lo hizo, pues, extensamente, mientras yo descansaba con
los ojos cerrados en mi sofá y me divertía mordisqueando pasas de uva y tirando los cabos
en todas direcciones. Poco a poco el ángel pareció entender que mi conducta era desdeñosa
para con él. Levantóse, poseído de terrible furia, se caló el embudo hasta los ojos,
prorrumpió en un largo juramento, seguido de una amenaza que no pude comprender
exactamente y, por fin, me hizo una gran reverencia y se marchó, deseándome en el
lenguaje del arzobispo en Gil Blas, beaucoup de bonheur et un peu plus de bon sens.
Su partida fue un gran alivio para mí. Los poquísimos vasos de Laffitte que había
bebido me producían una cierta modorra, por lo cual decidí dormir quince o veinte minutos,
como acostumbraba siempre después de comer. A las seis tenía una cita importante, a la
cual no debía faltar bajo ningún pretexto. La póliza de seguro de mi casa había expirado el
día anterior, pero como surgieran algunas discusiones, quedó decidido que los directores de
la compañía me recibirían a las seis para fijar los términos de la renovación. Mirando el
reloj de la chimenea (pues me sentía demasiado adormecido para sacar mi reloj del bolsillo)
comprobé con placer que aún contaba con veinticinco minutos. Eran las cinco y media;
fácilmente llegaría a la compañía de seguros en cinco minutos, y como mis siestas
habituales no pasaban jamás de veinticinco, me sentí perfectamente tranquilo y me
acomodé para descansar.
Al despertar, muy satisfecho, miré nuevamente el reloj y estuve a punto de empezar a
creer en accidentes extraños cuando descubrí que en vez de mi sueño ordinario de quince o