de no haber sido porque el sonido contenía silabas y palabras. Por lo general, no soy muy
nervioso, y los pocos vasos de Laffitte que había saboreado sirvieron para darme aún más
coraje, por lo cual alcé los ojos con toda calma y los pasee por la habitación en busca del
intruso. No vi a nadie.
—¡Humf! —continuó la voz, mientras seguía yo mirando—. ¡Debe de estar más
borracho que un cerdo, si no me ve sentado a su lado!
Esto me indujo a mirar inmediatamente delante de mis narices y, en efecto, sentado en
la parte opuesta de la mesa vi a un estrambótico personaje del que, sin embargo, trataré de
dar alguna descripción. Tenía por cuerpo un barril de vino, o una pipa de ron, o algo por el
estilo que le daba un perfecto aire a lo Falstaff. A modo de extremidades inferiores tenía
dos cuñetes que parecían servirle de piernas. De la parte superior del cuerpo le salían, a
guisa de brazos, dos largas botellas cuyos cuellos formaban las manos. La cabeza de aquel
monstruo estaba formada por una especie de cantimplora como las que se usan en Hesse y
que parecen grandes tabaqueras con un agujero en mitad de la tapa. Esta cantimplora (que
tenía un embudo en lo alto, a modo de gorro echado sobre los ojos) se hallaba colocada
sobre aquel tonel, de modo que el agujero miraba hacia mí; y por dicho agujero, que parecía
fruncirse en un mohín propio de una solterona ceremoniosa, el monstruo emitía ciertos
sonidos retumbantes y ciertos gruñidos que, por lo visto, respondían a su idea de un
lenguaje inteligible.
—Digo —repitió— que debe de estar más borracho que un cerdo para no verme
sentado a su lado. Y digo también que debe ser más estúpido que un ganso para no creer lo
que está impreso en el diario. Es la ferdad... toda la ferdad... cada palabra.
—¿Quién es usted, si puede saberse? —pregunté con mucha dignidad, aunque un tanto
perplejo—. ¿Cómo ha entrado en mi casa? ¿Y qué significan sus palabras?
—Cómo he entrado aquí no es asunto suyo —replicó la figura—; en cuanto a mis
palabras, yo hablo de lo que me da la gana; y he fenido aquí brecisamente para que sepa
quién soy.
—Usted no es más que un vagabundo borracho —dije—. Voy a llamar para que mi
lacayo lo eche a puntapiés a la calle.
—¡Ja, ja! —rió el individuo—. ¡Ju, ju, ju! ¡Imposible que haga eso!
—¿Imposible? —pregunté—. ¿Qué quiere decir?
—Toque la gambanilla —me desafió, esbozando una risita socarrona con su extraña y
condenada boca.
Al oír esto me esforcé por enderezarme, a fin de llevar a ejecución mi amenaza, pero
entonces el miserable se inclinó con toda deliberación sobre la mesa y me dio en mitad del
cráneo con el cuello de una de las largas botellas, haciéndome caer otra vez en el sillón del
cual acababa de incorporarme. Me quedé profundamente estupefacto y por un instante no
supe qué hacer. Entretanto, él seguía con su chachara.
—¿Ha visto? Es mejor que se quede quieto. Y ahora sabrá quién soy. ¡Míreme! ¡Fea!
Yo soy el Ángel de lo Singular.
—¡Vaya si es singular! —me aventuré a replicar—. Pero siempre he vivido bajo la
impresión de que un ángel tenía alas.
—¡Alas! —gritó, furibundo—. ¿Y bara qué quiero las alas? ¿Me doma usted por un
bollo?
—¡Oh» no, ciertamente! —me apresuré a decir muy alarmado—. ¡No, no tiene usted
nada de pollo!
—Pueno, entonces quédese sentado y bórlese pien, o le begaré de nuevo con el baño. El