del islote, y observé una diferencia singularmente marcada en su aspecto. El último era un
radiante harén de bellezas jardineras. Ardía y se ruborizaba bajo la mirada del sol poniente,
y reía bellamente con sus flores. El césped era corto, muelle, suavemente perfumado y
sembrado de asfódelos. Los árboles eran flexibles, alegres, erguidos, brillantes, esbeltos y
graciosos, de línea y follaje orientales, con una corteza suave, lustrosa, multicolor. En todo
parecía haber un profundo sentido de vida y de alegría, y, aunque no soplaba el aire de los
cielos, todo parecía animado por el delicado ir y venir de innumerables mariposas que
podían tomarse por tulipanes con alas92.
El otro lado, el lado este de la isla, estaba sumido en la más negra sombra. Una oscura
y sin embargo hermosa y apacible melancolía penetraba allí todas las cosas. Los árboles
eran de color sombrío, lúgubres de forma y de actitud, retorcidos en figuras tristes,
solemnes, espectrales, que expresaban pena letal y muerte prematura. El césped tenía el
matiz profundo del ciprés y se inclinaba lánguido, y aquí y allá veíanse numerosos
montículos pequeños y feos, bajos y estrechos, no muy largos, que tenían el aspecto de
tumbas, pero no lo eran, aunque alrededor y encima treparan la ruda y el romero. La
sombra de los árboles caía densa sobre el agua y parecía sepultarse en ella, impregnando de
oscuridad las profundidades del elemento. Imaginé que cada sombra, a medida que el sol
descendía, se separaba tristemente del tronco donde había nacido y era absorbida por la
corriente, mientras otras sombras brotaban por momentos de los árboles ocupando el lugar
de sus predecesoras sepultas.
Una vez que esta idea se hubo adueñado de mi fantasía, la excitó mucho y me perdí de
inmediato en ensueños. «Si hubo alguna isla encantada —me dije—, hela aquí. Ésta es la
morada de las pocas hadas graciosas que sobreviven a la ruina de la raza. ¿Son suyas esas
verdes tumbas? ¿O entregan sus dulces vidas como el hombre? Para morir, ¿consumen su
vida melancólicamente, ceden a Dios poco a poco su existencia, como esos árboles
entregan sombra tras sombra, agotando sus sustancias hasta la disolución? Lo que el árbol
agotado es para el agua que embebe su sombra, ennegreciéndose a medida que la devora,
¿no será la vida del hada para la muerte que la anega?»
Mientras así meditaba, con los ojos entrecerrados, y el sol se hundía rápidamente en su
lecho, y los remolinos corrían alrededor de la isla, arrastrando en su seno anchas,
deslumbrantes, blancas cortezas de sicómoro, cortezas que, en sus múltiples posiciones
sobre el agua, podían sugerir a una imaginación rápida lo que ésta gustara; mientras así
meditaba, me pareció que la forma de una de esas mismas hadas en las cuales había estado
pensando se encaminaba lentamente hacia la oscuridad desde la luz de la parte oriental de
la isla. Allí estaba, erguida en una canoa singularmente frágil, impulsándola con el simple
fantasma de un remo. Mientras estuvo bajo la influencia del sol tardío, su actitud parecía
indicar alegría, pero la pena la alteró al pasar al dominio de la sombra. Lentamente se
deslizó por ella y, al fin, rodeando la isla, volvió a la región de la luz. «La revolución ]YB