de Dios, pues puede haber una infinidad de materia para llenarlo. Y puesto que vemos
claramente que dotar a la materia de vitalidad es un principio —en realidad, en la medida
del alcance de nuestros juicios, el principio conductor de las operaciones de la Deidad—,
no es muy lógico imaginarla reducida a las regiones de lo pequeño, donde diariamente la
descubrimos, y no extendida a las de lo augusto. Así como encontramos un círculo dentro
de otro, infinitamente, pero girando todos en torno a un centro lejano que es la divinidad,
¿no podemos suponer analógicamente, de la misma manera, la vida dentro de la vida, lo
menor dentro de lo mayor y el todo dentro del Espíritu Divino? En una palabra, erramos
grandemente por fatuidad al creer que el hombre, ya en su destino temporal, ya futuro, es
más importante en el universo que ese vasto «terrón del valle» que labra y menosprecia, y
al cual niega un alma sin ninguna razón profunda, como no sea porque no le contempla en
acción90.
Estas fantasías y otras semejantes sie