Inmediatamente, una figura se adelantó al umbral: era una mujer joven, de unos veintiocho
años, esbelta o más bien ligera y de talla un poco superior a la corriente. Mientras se
acercaba con cierta modesta decisión en el paso, absolutamente indescriptible, me dije a mí
mismo: «Seguramente he encontrado la perfección de la gracia natural en contradicción
con la artificial». La segunda impresión que me hizo, pero muchísimo más vívida que la
anterior, fue de exaltación. Nunca había penetrado hasta el fondo de mi corazón una
expresión de romanticismo tan intenso, me atrevería a decir, tan espiritual como la que
brillaba en sus ojos profundos. No sé cómo, pero esta peculiar expresión de la mirada, que a
veces se graba en los labios, es el hechizo más poderoso, si no el único, que despierta mi
interés por una mujer. «Romanticismo», digo, con tal de que mis lectores comprendan bien
lo que quiero expresar con esta palabra: «romántico» y «femenino» son para mí términos
equivalentes; y, después de todo, lo que el hombre ama de veras en la mujer es
simplemente su feminidad. Los ojos de Annie (alguien, desde adentro, la llamaba «¡Annie,
querida!») eran de un «gris espiritual»; su pelo, castaño claro; esto es todo lo que tuve
tiempo de observar en ella.
A su cortés invitación entré, pasando primero por un vestíbulo de mediana amplitud.
Como había ido especialmente para observar, noté que a mi derecha, al entrar, había una
ventana semejante a las de la fachada de la casa; a la izquierda, una puerta que conducía a
la habitación principal, mientras frente a mí una puerta abierta me permitía ver un aposento
pequeño, justo del tamaño del vestíbulo, dispuesto como estudio, con una amplia ventana
saliente orientada hacia el norte.
Pasé a la sala y me encontré con Mr. Landor, pues éste, lo supe después, era su nombre.
Se mostró amable y aun cordial en sus maneras; pero aun entonces estaba yo más atento a
observar el arreglo de la casa que me había interesado tanto, que la apariencia personal del
ocupante.
El ala norte, lo vi entonces, era un dormitorio; su puerta se abría a la sala. Al oeste de
esta puerta había una sola ventana, que miraba al arroyo. En el extremo este de la sala
veíase una chimenea y una puerta que llevaba al ala oeste, probablemente una cocina.
Nada más rigurosamente sencillo que el moblaje de la sala. En el piso había una
alfombra teñida, de excelente tejido, con fondo blanco y pequeños círculos verdes. En las
ventanas colgaban cortinas de muselina de algodón blanca como la nieve, medianamente
amplias, que caían resueltamente, casi geométricas, en pliegues finos, paralelos, hasta el
piso, justo hasta el piso. Las paredes estaban tapizadas con un papel francés de gran
delicadeza: un fondo plateado con una línea en zig-zag de color verde pálido. La superficie
veíase realzada sólo por tres exquisitas litografías de Julien, à trois crayons, sujetas a la
pared sin marco. Uno de esos dibujos representaba una lujosa o más bien voluptuosa escena
oriental; otro, una escena de carnaval, de una vivacidad incomparable; el tercero, una
cabeza femenina griega, un rostro de tan divina hermosura y, sin embargo, con una
expresión de vaguedad tan incitante como nunca hasta entonces atrajera mi atención.
El moblaje más importante consistía en una mesa redonda, unas pocas sillas (incluso
una amplia mecedora) y un sofá o más bien «canapé» de arce liso, pintado de blanco
cremoso, con ligeros filetes verdes y asiento de mimbre entretejido. Las sillas y la mesa
hacían juego; pero todas las formas habían sido diseñadas evidentemente por el mismo
cerebro que planeara los jardines; imposible concebir nada más gracioso.
Sobre la mesa había algunos libros, un amplio frasco cuadrado de algún nuevo
perfume, una simple lámpara astral (no solar) de vidrio deslustrado, con una pantalla
italiana, y un gran vaso con flores esplendorosamente abiertas. A decir verdad, las flores, de