habitual; pero delante de las puertas y de cada ventana se incrustaban, en el césped
delicioso, anchas, chatas e irregulares losas de granito, brindando un cómodo paso en todo
tiempo. Excelentes senderos del mismo material, no perfectamente colocado, sino con la
hierba aterciopelada llenando los intervalos entre las piedras, llevaban aquí y allá, desde la
casa, hasta una fuente cristalina, a unos cinco pasos, al camino o a una o dos dependencias
que había al norte más allá del arroyo, completamente ocultas por unos pocos algarrobos y
catalpas.
A no más de seis pasos de la puerta principal del cottage veíase el tronco seco de un
fantástico peral, tan cubierto de arriba a abajo por las magníficas flores de la bignonia que
requería no poca atención saber qué objeto encantador era aquél. De varias ramas de este
árbol pendían jaulas de diferentes clases. Una, un amplio cilindro de mimbre, con un aro en
lo alto, mostraba un sinsonte; otra, una oropéndola; una tercera, un pájaro arrocero,
mientras tres o cuatro prisiones más delicadas resonaban con los cantos de los canarios.
En los pilares de la piazza se entrelazaban los jazmines y la dulce madreselva, mientras
del ángulo formado por la estructura principal y su ala oeste, en el frente, brotaba una viña
de sin igual exuberancia. Desdeñando toda contención, había trepado primero a l tejado más
bajo, luego al más alto, y a lo largo del caballete de este último continuaba enroscándose,
lanzando zarcillos a derecha e izquierda, hasta llegar, por fin, al gablete del este para
volcarse sobre las escaleras.
Toda la casa, con sus alas, estaba construida en tejamaniles, según el viejo estilo
holandés, anchos y sin redondear en las puntas. Una peculiaridad de este material es que da
a las casas la apariencia de ser más amplias en la base que en lo alto, a la manera de la
arquitectura egipcia; y en el ejemplo presente acentuaban el pintoresquísimo efecto los
numerosos tiestos de vistosas flores que circundaban casi toda la base de los edificios.
Los tejamaniles estaban pintados de gris oscuro, y un artista puede imaginar fácilmente
la felicidad con la cual este matiz neutro se mezclaba con el verde vivo de las hojas del
tulípero que sombreaban parcialmente el cottage.
La posición a la que me he referido, cerca del muro de piedra, era la más favorable para
ver los edificios, pues el ángulo sudeste se adelantaba de modo que la vista podría abarcar a
la vez los dos frentes con el pintoresco gablete del este, y al mismo tiempo tener una visión
suficiente del ala norte, parte del lindo tejado de una cámara enfriadora construida sobre
una fuente, y casi la mitad de un puente liviano que cruzaba el arroyo muy cerca de los
cuerpos principales.
No permanecí mucho tiempo en lo alto de la colina, aunque sí el suficiente para un
examen completo del paisaje que tenía a mis pies. Era evidente que me había desviado de la
ruta a la aldea, y tenía así una buena excusa de viajero para abrir la puerta y preguntar por
el camino en todo caso; de modo que, sin más rodeos, avancé.
Después de cruzar la puerta, el camino parecía continuar en un reborde natural,
descendiendo gradualmente a lo largo de la pared de los acantilados del noreste. Llegué al
pie del precipicio norte y de allí al puente, y, rodeando el gablete del este, hasta la puerta
delantera. Durante la marcha observé que no se veía ninguna de las dependencias.
Al dar vuelta al gablete, un mastín saltó hacia mí con un silencio severo, pero con la
mirada y el aire de un tigre. Le tendí, sin embargo, la mano en señal de amistad, y todavía
no he conocido perro que resistiera la prueba de esta apelación a su amabilidad. No sólo
cerró la boca y meneó la cola, sino que me ofreció su pata, además de extender sus
cortesías a Ponto.
Como no se veía campanilla, golpeé con el bastón en la puerta, que estaba semiabierta.