forma irregular, casi ovalado, que brillaba cerca del extremo inferior del valle. Este laguito
tenía quizá unas cien yardas de diámetro en la parte más ancha. No hay cristal más claro
que sus aguas. El fondo, que podía verse nítidamente, estaba formado por guijarros blancos
y brillantes. Sus orillas, del césped esmeralda ya descrito, bajaban ondulando, más que en
pendiente rectilínea, hacia el claro cielo inferior, y tan claro era este cielo, tan
perfectamente reflejaba por momentos todos los objetos superiores, que era no poco difícil
determinar dónde concluía la verdadera orilla y dónde comenzaba la reflejada. La trucha y
algunas otras variedades de peces que parecían abundar casi con exceso en ese estanque
tenían toda la apariencia de verdaderos peces voladores. Era casi imposible creer que no
estuvieran suspendidos en el aire. Una liviana canoa de abedul, que flotaba plácida en el
agua, se reflejaba en sus más mínimas fibras con una fidelidad no superada por el espejo
más exquisitamente pulido. Una pequeña isla, encantadora y sonriente, llena de espléndidas
flores, y en la que apenas había el espacio necesario para una pintoresca construcción
pequeña, en apariencia una jaula de pájaros, surgía no lejos de la orilla norte del lago, a la
cual se unía por medio de un puente de inconcebible ligereza y, sin embargo, muy
primitivo. Estaba formado por una sola tabla de tulípero, ancha y gruesa. Tenía cuarenta
pies de largo y cruzaba el espacio entre una y otra orilla trazando un arco suave, pero muy
perceptible, que impedía toda oscilación. Del extremo meridional del lago salía una
continuación del arroyuelo que, después de serpentear durante unas treinta yardas, pasaba al
fin por la «depresión» (ya descrita) en el centro del declive sur y, desplomándose por un
escarpado precipicio de unos cien pies, se abría camino errante e ignorado hacia el Hudson.
El lago era muy hondo —en algunos puntos alcanzaba treinta pies—, pero la
profundidad del arroyuelo rara vez excedía de tres pies, mientras su anchura mayor no
pasaba de ocho, aproximadamente. El fondo y las orillas eran como los del estanque: si un
defecto podía achacárseles, en consideración a lo pintoresco, era el de su excesiva limpidez.
La verde superficie de césped estaba realzada, aquí y allá, por algunos arbustos
brillantes, tales como hortensias, la común bola de nieve o las aromáticas lilas; o, más a
menudo, por un grupo de geranios, de numerosas variedades, magníficamente florecidos.
Estos últimos crecían en tiestos bien enterrados en el suelo, de modo de dar a las plantas
una apariencia natural. Además de todo esto, el terciopelo de la pradera se veía tachonado
exquisitamente por ovejas, un gran rebaño que erraba en el valle en compañía de tres
ciervos domesticados y gran número de patos de plumaje brillante. Un enorme mastín
parecía encargado de vigilar a todos y cada uno de esos animales.
A lo largo de los acantilados del este y el oeste, donde, hacia la parte superior del
anfiteatro, los límites eran más o menos escarpados, crecía la hiedra en gran profusión, de
manera que sólo aquí y allá podía entreverse apenas la roca desnuda. De modo semejante,
el precipicio norte estaba casi enteramente cubierto de viñas de rara exuberancia; algunas
brotaban del suelo, en la base del acantilado, y otras de los bordes de la pared.
La ligera elevación que formaba el límite inferior de este pequeño dominio estaba
coronada por una lisa pared de piedra, de altura suficiente para impedir que escaparan los
ciervos. Nada semejante a una tapia se observaba en otra parte, pues fuera de all í no había
necesidad de un cercado artificial; cualquier oveja extraviada, por ejemplo, que tratara de
salir del valle por la grieta sería detenida, después de avanzar unas yardas, por el escarpado
reborde de roca sobre el cual se desplomaba la cascada que atrajera mi atención al
acercarme al dominio. En una palabra, la única entrada o salida era una verja que ocupaba
un paso rocoso del camino, pocos metros más abajo del lugar donde me detuve a reconocer
el paisaje.