directamente en el extremo meridional del valle. Allí, por lo general, las pendientes no eran
sino suaves inclinaciones que se extendían de este a oeste en unas ciento cincuenta yardas.
En el centro de esta superficie había una depresión al nivel del valle. Con respecto a la
vegetación, así como en todo lo demás, el paisaje se suavizaba y descendía hacia el sur.
Hacia el norte, en el escarpado precipicio, a unos pasos del borde, brotaban los magníficos
troncos de numerosos nogales americanos, nogales negros y castaños entremezclados con
algunos robles, y las fuertes ramas laterales de los nogales, especialmente, se extendían
sobre el borde del acantilado. Descendiendo hacia el sur, el explorador veía al principio la
misma clase de árboles, pero cada vez menos altos y más alejados del estilo de Salvator
Rosa; luego veía el olmo, más amable, y a continuación el sasafrás y el algarrobo, y
después otros más suaves: el tilo, el ciclamor, la catalpa y el arce, y luego otras variedades
aún más graciosas y más modestas. Toda la superficie de la pendiente meridional estaba
cubierta tan sólo por matorrales silvestres, con excepción de algún sauce plateado o algún
álamo blanco. En el mismo fondo del valle (pues debe tenerse presente que la vegetación
hasta aquí mencionada crecía tan sólo en los acantilados y en las laderas de las colinas) se
veían tres árboles aislados. Uno era un olmo de espléndido tamaño y exquisita forma;
montaba guardia en la puerta del valle. Otro era un nogal americano, más grande que el
olmo y al mismo tiempo mucho más hermoso, aunque ambos eran de extraordinaria
belleza; parecía ocuparse de la entrada noroeste, brotando de un grupo de rocas en la boca
misma del barranco y lanzando su gracioso cuerpo en un ángulo de casi cuarenta y cinco
grados hacia la lu z del anfiteatro. A unas treinta yardas al este de este árbol se alzaba, sin
embargo, el orgullo del valle, y fuera de toda duda el árbol más espléndido que jamás
hubiera visto, salvo, quizá, entre los cipreses del Itchiatuckanee. Era un tulípero de tres
troncos —el Liriodendron Tulipiferum—, del orden de las magnolias. Los tres troncos
separados del principal a unos tres pies del suelo, muy ligera y gradualmente divergentes,
no estaban a una distancia mayor de cuatro pies con respecto al punto donde la rama más
grande desplegaba su follaje, es decir, a una altura de unos ochenta pies. El alto total de la
rama mayor era de ciento veinte pies. Nada puede superar en belleza la forma, el verde
lustroso, brillante de las hojas del tulípero. En este ejemplar tenían ocho pulgadas de ancho,
pero su esplendor era totalmente eclipsado por la magnificencia de las profusas flores.
¡Imagínense, apretadamente juntos, un millón de tulipanes, los más grandes y más
resplandecientes! Sólo así puede el lector tener alguna idea de la imagen que quisiera
describirle. Y luego la gracia majestuosa de los troncos, como columnas nítidas,
delicadamente granuladas, la más ancha de cuatro pies de diámetro, a veinte del suelo. Las
innumerables flores, mezcladas con las de otros árboles apenas menos hermosos, aunque
infinitamente menos majestuosos, colmaban el valle de perfumes más exquisitos que los de
Arabia.
El suelo del anfiteatro estaba en general cubierto de césped, de la misma especie que el
del camino y, si es posible, más deliciosamente suave, espeso, aterciopelado y
milagrosamente verde. Era difícil imaginar cómo se había logrado toda esta belleza.
He hablado de las dos aberturas que daban al valle. De la situada al noroeste salía un
arroyuelo que bajaba murmurando suavemente, entre leve espuma, por el barranco, hasta
romper contra el grupo de rocas de las cuales brotaba el solitario nogal americano. Aquí,
después de rodear el árbol, seguía un poco hacia el noreste, dejando el tulípero a unos
veinte pies al sur, sin cambiar demasiado su curso hasta llegar a un punto intermedio entre
los límites este y oeste del valle. En este punto, después de una serie de vueltas, doblaba en
ángulo recto y seguía hacia el sur formando recodos, hasta perderse en un pequeño lago de