mayor preocupación había sido mantener el justo medio entre lo esmerado y gracioso, por
una parte, y lo pittoresco, en el verdadero sentido de la palabra italiana, por la otra. Había
pocas líneas rectas, y éstas casi siempre interrumpidas. El mismo efecto de curvatura o de
color aparecía dos veces, por lo general, pero no más, en cualquier perspectiva. Por
doquiera reinaba variedad en la uniformidad. Era una obra «compuesta», en la cual el más
exigente sentido crítico apenas hubiera encontrado enmienda que hacer.
Había doblado hacia la derecha al tomar por ese camino, y entonces, poniéndome de
pie, continué en la misma dirección. El sendero era tan sinuoso que en ningún momento
podía prever su curso más allá de dos o tres metros. Su aspecto no sufría ningún cambio.
En ese momento el murmullo del agua llegó suavemente a mis oídos, y pocos instantes
después, en un recodo del camino un poco más brusco que los anteriores, advertí un
edificio al pie de un suave declive que tenía delante. No pude ver nada con claridad a causa
de la niebla que llenaba todo el pequeño valle inferior. Sin embargo, se levantó una suave
brisa mientras el sol se ponía, y, estando yo de pie en lo alto de la pendiente, la niebla se
disipó en jirones y flotó sobre el paisaje.
Mientras todo se hacía visible —gradualmente, tal como lo describo—, parte por parte,
aquí un árbol, allí un reflejo de agua y allá de nuevo la punta de una chimenea, no pude
menos de pensar que el conjunto era una de esas ingeniosas ilusiones exhibidas a veces con
el nombre de «imágenes fugitivas».
En el momento, sin embargo, en que la niebla desapareció por completo, el sol
descendió detrás de las suaves colinas, y desde allí, como si lo hubieran empujado
ligeramente hacia el sur, apareció de nuevo ante la vista, pleno, resplandeciente de brillo
purpúreo, a través de un barranco que se abría en el valle desde el oeste. De improviso,
entonces, como por obra de magia, el valle entero con todo lo que contenía se hizo visible.
El primer coup d’oeil, cuando el sol se deslizó a la posición descrita, me impresionó
tanto como de muchacho la escena final de algún espectáculo o melodrama teatral bien
compuesto. Ni siquiera faltaba la exageración del color, pues la luz salía de la grieta
tiñendo todo de naranja y púrpura, mientras el verde brillante del césped en el valle se
reflejaba más o menos en todos los objetos por la cortina de vapor que seguía suspendida,
como si no estuviera dispuesta a retirarse totalmente de un espectáculo tan milagrosamente
hermoso.
El pequeño valle que yo examinaba desde el dosel de bruma no podía tener más de
cuatrocientas yardas de largo mientras su ancho variaba de cincuenta a ciento cincuenta, o
quizá doscientas yardas. Era más estrecho en su extremidad septentrional, abriéndose
paulatinamente hacia el sur, pero sin exacta regularidad. La parte más ancha estaba a unas
ochenta yardas del extremo sur. Las cuestas que circundaban el valle no podían en rigor
recibir el nombre de colinas, salvo en la parte norte. Allí un escarpado borde de granito se
elevaba a una altura de unos noventa pies; y, como lo he dicho, el valle en este punto no
tenía más de cincuenta pies de ancho; pero, a medida que el visitante bajaba hacia el sur
desde este acantilado, encontraba a la derecha y a la izquierda declives menos altos, menos
escarpados y menos rocosos a la vez. Todo, en una palabra, descendía y se suavizaba hacia
el sur, y, sin embargo, el valle estaba ornado de eminencias más o menos altas, excepto en
dos puntos. De uno de ellos ya he hablado. Quedaba marcadamente al noroeste, donde el
sol poniente se abría camino en el anfiteatro, como lo he descrito, por una brusca grieta
natural abierta en el terraplén de granito; esta fisura tendría diez yardas en su punto más
ancho, en la medida en que el ojo podría seguirla. Parecía subir y subir, como un sendero
natural, hasta los retiros de montañas y bosques inexplorados. La otra abertura estaba