lenguaje palabra que represente mejor el rasgo más sorprendente —no el más
característico— del paisaje. El aspecto de garganta sólo se manifestaba en la altura y el
paralelismo de las orillas; pero desaparecía en otros caracteres. Las paredes del barranco
(entre las cuales fluía tranquila el agua clara) se elevaban hasta una altura de cien y en
ocasiones ciento cincuenta pies, inclinándose tanto una hacia la otra que en gran medida
interrumpían el paso de la luz, mientras arriba los largos musgos como plumas colgando
espesos desde los entrelazados matorrales, daban a todo el abismo un aire de melancolía
fúnebre. Los meandros se multiplicaban y complicaban, y parecían volver a menudo sobre
sí mismos, de modo que el viajero perdía en seguida todo sentido de orientación. Lo
envolvía, además, una exquisita sensación de extrañeza. El concepto de naturaleza
subsistía, pero como si su carácter hubiese sufrido una modificación; había una misteriosa
simetría, una estremecedora uniformidad, una mágica corrección en sus obras. Ni una rama
seca, ni una hoja marchita, ni un guijarro perdido, ni un sendero en la tierra oscura se
percibían en ninguna parte. El agua cristalina manaba sobre el granito limpio o sobre el
musgo inmaculado con una exactitud de diseño que deleitaba y al mismo tiempo
deslumbraba la vista.
Después de recorrer los laberintos de este canal durante algunas horas, mientras la
oscuridad se ahondaba por momentos, una brusca e inesperada vuelta del barco lo lanzaba
de improviso, como si cayera del cielo, en un estanque circular de gran extensión,
comparada con la anchura de la garganta. Tenía unas doscientas yardas de diámetro y lo
rodeaban por todas partes, salvo la que enfrentaba a la nave al entrar, colinas iguales en su
altura general a las paredes del abismo, aunque de carácter completamente distinto. Sus
flancos subían inclinados desde el borde del agua en un ángulo de unos cuarenta y cinco
grados, y estaban cubiertos desde la base hasta la cima —sin ningún intervalo perceptible—
por un manto de flores magníficas, donde apenas se veía una hoja verde en un mar de color
perfumado y ondulante. El estanque tenía gran profundidad, pero tan transparente era el
agua que el fondo, como hecho de una espesa capa de guijarros de alabastro pequeños y
redondos, era claramente visible por momentos, es decir cuando la mirada podía permitirse
no ver, en el fondo del cielo invertido, la reflejada floración de las colinas. No había en
éstas ni árboles ni siquiera arbustos de cualquier tamaño que fuese. Producían en el
observador una impresión de riqueza, de calidez, de color, de quietud, de uniformidad, de
suavidad, de delicadeza, de elegancia, de voluptuosidad y de milagroso refinamiento de
cultura que hacía soñar con una nueva raza de hadas laboriosas, dotadas de gusto,
magníficas y minuciosas; pero cuando el ojo subía por la pendiente multicolor, desde su
brusca unión con el agua hasta su vaga terminación entre los pliegues de una nube
suspendida, resultaba verdaderamente difícil no pensar en una panorámica catarata de
rubíes, zafiros, ópalos y ónix áureo, precipitándose silenciosa desde el cielo.
El visitante que cae de improviso en esta bahía desde las tinieblas del barranco queda
encantado pero sorprendido por el rotundo globo del sol poniente que había supuesto ya
bajo el horizonte y que ahora lo enfrenta, constituyendo el único límite de una perspectiva
que de otro modo sería infinita vista desde otro abismo abierto entre las colinas.
Pero aquí el viajero abandona el navío que lo llevara tan lejos y desciende a una ligera
canoa de marfil ornada, tanto por dentro como por fuera, de arabescos de un vívido
escarlata. La popa y la proa de este bote se levantan muy por encima del agua en agudas
puntas, de modo que la forma general es la de una luna irregular en cuarto creciente. Flota
en la superficie de la bahía con la gracia altiva de un cisne. Sobre el piso cubierto de armiño
descansa un solo remo liviano, de palo áloe; pero no se ve ningún remero ni sirviente. Se