dificultad para entrar y salir serían en ese caso el encanto de los encantos; pero todavía no
soy Timón. Deseo la serenidad, pero no la opresión de la soledad. Debe quedarme cierto
dominio sobre el alcance y la duración de mi reposo. Habrá momentos frecuentes en que
necesitaré también la simpatía de los espíritus poéticos hacia lo que he realizado. Buscaré
entonces un lugar no alejado de una ciudad populosa, cuya vecindad, además, me permitirá
ejecutar mejor mis planes.»
En busca de un lugar conveniente así ubicado, Ellison viajó durante varios años y me
fue permitido acompañarlo. Mil lugares que me extasiaban fueron rechazados por él sin
vacilación, por razones que al cabo me convencían de que estaba en lo cierto. Llegamos por
fin a una elevada meseta de maravillosa fertilidad y belleza con una perspectiva panorámica
muy poco menor en extensión a la del Etna y, en opinión de Ellison, así como en la mía,
superior a la afamadísima vista de aquella montaña en todos los verdaderos elementos de lo
pintoresco.
—Me doy cuenta —dijo el viajero, lanzando un suspiro de profundo deleite después de
contemplar extasiado la escena durante casi una hora—, sé que aquí, en mi situación, el
noventa por ciento de los hombres más exigentes se darían por satisfechos. Este panorama
es verdaderamente magnífico y me regocijaría si no fuera por el exceso de su
magnificencia. El gusto de todos los arquitectos que he conocido los lleva a construir, por
amor a la «vista», en lo alto de las colinas. El error es evidente. La magnitud en todos sus
aspectos, pero especialmente en el de la extensión, sorprende, excita, y luego fatiga,
deprime. Para el paisaje ocasional nada puede ser mejor; para la vista constante, nada peor.
Y en la vista constante la forma más objetable de magnitud es la extensión; la peor forma
de la extensión, la distancia. Está en pugna con el sentimiento y la sensación de retiro,
sentimiento y sensación que tratamos de satisfacer cuando nos vamos «al campo». Mirando
desde la cima de una montaña no podemos menos de sentirnos ajenos al mundo. El
desconsolado evita las perspectivas lejanas como la peste.
Sólo a fines del cuarto año de búsqueda encontramos una localidad con la que Ellison
se declaró satisfecho. Es innecesario decir, por supuesto, dónde estaba la localidad. La
muerte reciente de mi amigo, al abrir sus puertas a cierta clase de visitantes, ha dado a
Arnheim una especie de celebridad secreta y privada, si no solemne, similar en cierto
modo, aunque en un grado infinitamente superior, a la que durante tanto tiempo distinguió a
Fonthill.
Habitualmente se llegaba a Arnheim por el río. El visitante abandonaba la ciudad de
mañana temprano. Hasta mediodía pasaba entre orillas de una belleza tranquila y
doméstica, donde pacían innumerables ovejas cuyos blancos vellones manchaban el verde
vivo de las praderas onduladas. Gradualmente la impresión de cultivo iba tornándose en
otra de vida puramente pastoril. Lentamente ésta terminaba en una sensación de retiro, y
ésta, a su vez, en la conciencia de la soledad. Al acercarse la noche el canal se angostaba;
las orillas eran cada vez más escarpadas, cubiertas de follaje más rico, más profuso y más
sombrío. La transparencia del agua aumentaba. La corriente daba mil vueltas, de suerte que
en ningún momento podía verse su superficie brillante desde una distancia mayor de un
cuarto de milla. A cada instante el barco parecía prisionero dentro de un círculo encantado,
rodeado de inexpugnables e impenetrables muros de follaje, un techo de satén azul ultramar
y ningún piso; la quilla se balanceaba con admirable exactitud como sobre la de un barco
fantasma que, habiéndose invertido por algún accidente, flotara en constante compañía de
la nave real, con el fin de sostenerla. El canal se convertía entonces en una garganta,
aunque el término no es exactamente aplicable y lo empleo tan sólo porque no hay en el