Hecha la cosa, sin embargo, cumplida la maravilla, la capacidad de aprehensión se torna
universal. Los sofistas de la escuela negativa que, incapaces de crear, escarnecieron la
creación, son ahora los más ruidosos en el aplauso. Lo que, en la embrionaria condición de
principio, ofendía su razón formalista, en la madurez de la realización nunca deja de
arrancar admiración a su instinto de belleza.
»Las observaciones del autor sobre el estilo artificial —continuó Ellison— son menos
objetables. La mezcla de arte puro en un escenario natural le añade una gran belleza. Esto
es justo, como también lo es la referencia al sentimiento del interés humano. El principio
expresado es incontrovertible, pero puede haber algo más allá. Puede haber un objeto
acorde con el principio, un objeto inalcanzable para los medios comunes del individuo y
que, de ser alcanzado, prestaría al jardín-paisaje un encanto muy superior al que puede
conferir un sentimiento de interés simplemente humano. Un poeta que tuviera recursos
económicos extraordinarios podría, manteniendo la necesaria idea de arte o de cultura, o,
como el autor lo expresa, de interés, conferir a sus propósitos tanta extensión y al mismo
tiempo tanta novedad en la belleza, que provocaría el sentimiento de intervención
espiritual. Se vería que para lograr semejante resultado asegura todas las ventajas del
interés o del propósito, mientras alivia su obra de la esperanza o la tecnicidad del arte
terreno. En el más árido de los desiertos, en el marco más salvaje de la pura naturaleza, se
manifiesta el arte de un Creador; pero este arte sólo aparece tras la reflexión; en modo
alguno tiene la fuerza evidente de una sensación. Supongamos ahora que este sentido del
propósito del Todopoderoso descienda un grado, llegue en cierto modo a una armonía o
acuerdo con el sentido del arte humano que constituya un intermediario entre ambos;
imaginemos, por ejemplo, un paisaje cuya amplitud y limitación combinadas, cuya belleza,
magnificencia y extrañeza reunidas provoquen la idea de preocupación, de cultura y
dirección de parte de seres superiores, pero análogos a la humanidad; así se mantiene el
sentimiento de interés, mientras el arte implícito llega a cobrar el aspecto de un
intermediario o naturaleza secundaria, una naturaleza que no es Dios ni una emanación de
Dios, pero que sigue siendo naturaleza, en el sentido de una obra salida de manos de los
ángeles que se ciernen entre el hombre y Dios.
En la consagración de su enorme riqueza a la realización de visiones como ésta, en el
libre ejercicio al aire libre asegurado por la dirección personal de sus planes, en el incesante
objeto, en el desprecio de la ambición que ese objeto le permitía verdaderamente sentir, en
las fuentes perennes con que lo satisfacía, sin posibilidad de saciarse, la pasión dominante
de su alma, la sed de belleza; y, por encima de todo, en la femenina simpatía de una mujer
cuya belleza y amor envolvieron su existencia en la purpúrea atmósfera del paraíso, fue
donde Ellison creyó encontrar, y encontró, la liberación de los comunes cuidados de la
humanidad, con una suma de felicidad positiva mucho mayor de la que nunca brilló en los
arrebatados ensueños de madame De Staël.
Desespero de dar al lector una cla ra idea de las maravillas que mi amigo realizaba.
Deseo pintarlas, pero me descorazona la dificultad de la descripción y vacilo entre los
detalles y las líneas generales. Quizá el mejor partido será unir ambas cosas por sus
extremos.
El primer paso para Ellison consistía, por supuesto, en la elección de la localidad; y
apenas empezaba a pensar en este punto cuando la exuberante naturaleza de las islas del
Pacífico atrajo su atención. En realidad, había resuelto hacer un viaje a los mares del Sur,
pero una noche de reflexión lo indujo a abandonar la idea. «Si yo fuera un misántropo —
dijo mi amigo—, ese lugar me convendría. El absoluto aislamiento, la reclusión y la