esta frase, Ellison me ayudó mucho a resolver lo que siempre consideraba yo un enigma:
me refiero al hecho (que nadie, salvo un ignorante, puede discutir) de que no existe en la
naturaleza ninguna combinación decorativa como puede producirla el pintor de genio. No
se encontrarán en la realidad paraísos como los que resplandecen en las telas de Claude. En
el más encantador de los paisajes naturales siempre se hallará una falta o un exceso,
muchos excesos y muchas faltas. Mientras las partes componentes pueden desafiar,
individualmente, la más alta destreza del artista, la disposición de estas partes siempre será
susceptible de mejoramiento. En una palabra, no hay posición alguna en la amplia
superficie del terreno natural donde un ojo artista, mirando detenidamente, no encuentre
motivo de disgusto en lo que respecta a la llamada «composición» del paisaje. ¡Y, sin
embargo, cuan ininteligible es esto! En todos los otros dominios hemos aprendido a
considerar justamente a la naturaleza como soberana. En los detalles nos estremece la idea
de competir con ella. ¿Quién tendrá la presunción de imitar los colores del tulipán, o de
mejorar las proporciones del lirio del valle? La crítica que dice, a propósito de la escultura
o el retrato, que la naturaleza debe ser exaltada o idealizada más que imitada, incurre en un
error. Ninguna combinación pictórica o escultórica de elementos de belleza humana hace
más que acercarse a la belleza viva y palpitante. Sólo en el paisaje es verdadero el principio
del crítico; y, habiéndolo hallado verdadero en este caso, sólo un apresurado espíritu de
generalización pudo llevar a considerarlo verdadero en todos los dominios del arte, y lo
sintió, digo, verdadero en este caso, pues este sentimiento no es afectación ni quimera. Las
matemáticas no brindan demostraciones más absolutas de las que proporciona al artista el
sentimiento de su arte. No sólo cree, mas sabe positivamente que estas y aquellas
disposiciones de elementos aparentemente arbitrarias constituyen, sólo ellas, la verdadera
belleza. Sus razones, sin embargo, todavía no han madurado hasta llegar a la expresión.
Queda por hacer un análisis más profundo del que el mundo ha visto hasta hoy, para lograr
una completa investigación y expresión de esas razones. Sin embargo, lo confirma en sus
opiniones instintivas la voz de todos sus hermanos. Supongamos una «composición»
defectuosa; supongamos que deba hacerse una enmienda en la simple disposición de la
forma; supongamos que esta enmienda se somete al juicio de los artistas del mundo: todos
admitirán su necesidad. Y aún más: para remediar la composición defectuosa cada miembro
aislado de la fraternidad sugerirá idéntica enmienda.
Repito que sólo en la disposición del paisaje es susceptible de exaltación la naturaleza
física, y que, además, su posibilidad de mejoramiento en este único punto era un misterio
que yo había sido incapaz de resolver. Mis pensamientos sobre el tema descansaban en la
idea de que la primitiva intención de la naturaleza había sido disponer la superficie de la
tierra de modo de satisfacer en todo punto el sentido humano de perfección en lo bello, lo
sublime o lo pintoresco; pero que esa primitiva intención había sido frustrada por los
conocidos trastornos geológicos, trastornos de forma y de color, en cuya corrección o
suavizamiento reside el alma del arte. Sin embargo, debilitaba mucho esta idea su
necesidad implícita de considerar esos trastornos como anormales y desprovistos de toda
finalidad. Ellison fue quien sugirió que eran pronósticos de muerte. Lo explicó así:
—Admitamos que la inmortalidad terrena del hombre fue la primera intención.
Tenemos entonces la primitiva disposición de la superficie de la tierra adaptada a ese estado
de bienaventuranza que no existe, pero que fue concebido. Las perturbaciones fueron los
preparativos para su condición mortal imaginada posteriormente.
»Ahora bien —decía mi amigo—, lo que consideramos una exaltación del paisaje bien
puede serlo en verdad, pero sólo desde un punto de vista moral o humano. Cada cambio en