cercanos hizo entrega de la riqueza verdaderamente insólita que poseía antes de heredar.
No me sorprendió, sin embargo, advertir que Ellison ya tuviera su opinión formada
sobre un punto que había ocasionado tantas discusiones entre sus amigos. Ni me asombró
demasiado la naturaleza de su decisión. Con respecto a las caridades individuales, había
satisfecho su conciencia. En cuanto a la posibilidad de cualquier mejora propiamente dicha,
operada por el hombre mismo en la condición general de la humanidad, tenía (lamento
decirlo) poca fe. En general, por suerte o por desgracia, en gran medida se replegaba sobre
sí mismo.
Era un poeta, en el sentido más amplio y más noble de la palabra. Poseía, además, el
verdadero carácter, los augustos propósitos, la suprema majestad y dignidad del sentimiento
poético. Instintivamente ponía en la creación de nuevas formas de belleza la satisfacción
más completa, si no la única, de este sentimiento. Algunas peculiaridades, ya de su
educación temprana, ya de la índole de su intelecto, habían teñido de lo que se llama
materialismo todas sus especulaciones éticas; y fue esta tendencia, quizá, la que lo llevó a
creer que el más ventajoso por lo menos, si no el único campo legítimo para el ejercicio
poético, se hallaba en la creación de nuevos modos de belleza puramente física. Así es
como no llegó a ser ni músico ni poeta, si usamos este último término en la acepción
corriente. O quizá fuera que había desdeñado serlo simplemente por fidelidad a su idea de
que en el desprecio a la ambición debe hallarse uno de los principios esenciales de la
felicidad sobre la tierra. ¿No parece en verdad posible que, mientras una elevada forma de
genio es necesariamente ambiciosa, la más elevada se encuentre por encima de la llamada
ambición? ¿Y no puede haber ocurrido así que muchos más grandes que Milton hayan
permanecido desdeñosamente «mudos e ignorados»? Creo que el mundo nunca ha visto, ni
verá jamás —a menos que una serie de accidentes inciten a un espíritu de la más noble
especie a un penoso esfuerzo— ese logro pleno, triunfante, en los más ricos dominios del
arte, del cual la naturaleza humana es positivamente capaz.
Ellison no llegó a ser ni músico ni poeta, aunque ningún hombre viviera más
profundamente enamorado de la música y de la poesía. En circunstancias distintas de las
que lo rodearon no hubiera sido imposible que llegase a ser pintor. La escultura, aun siendo
por su naturaleza rigurosamente poética, era demasiado limitada en su alcance y en sus
consecuencias para ocupar, en ningún momento, largo tiempo su atención. Y acabo de
mencionar todos los terrenos donde, según los entendidos, puede explayarse el sentimiento
poético. Pero Ellison sostenía que el campo más rico, el más verdadero y el más natural, si
no el más extenso, había sido inexplicablemente descuidado. Ninguna definición hablaba
del jardinero-paisajista como del poeta; sin embargo, mi amigo opinaba que la creación del
jardín-paisaje ofrecía a la Musa correspondiente la más espléndida de las oportunidades.
Allí, en efecto, se hallaba el más hermoso campo para el despliegue de la imaginación en la
interminable combinación de formas de belleza nueva; pues los elementos que entran en la
combinación son, por su gran superioridad, los más espléndidos que la tierra puede brindar.
En las múltiples formas y colores de las flores y los árboles reconocía los esfuerzos más
directos y enérgicos de la naturaleza hacia la belleza física. Y en la dirección o
concentración de este esfuerzo —o, más estrictamente, en su adaptación a los ojos que iban
a contemplarlo en la tierra— se sentía obligado a emplear los mejores medios, trabajando
para mayor beneficio en el cumplimiento, no sólo de su propio destino como poeta, sino de
los augustos propósitos que movieron a Dios cuando insufló en el hombre el sentimiento
poético.
«Su adaptación a los ojos que iban a contemplarlo en la tierra»; con su explicación de