algo, como ocurre con las cosas más viles, y enseñó a la humanidad una lección que ésta no
habrá de olvidar: la de no correr jamás en sentido contrario a las analogías naturales. En
cuanto al republicanismo, imposible encontrarle ninguna analogía en la faz de la tierra,
salvo que tomemos como ejemplo a los «perros de las praderas», excepción que sólo sirve
para demostrar, si demuestra algo, que la democracia es una admirable forma de
gobierno...para perros.
6 de abril.- Anoche vi admirablemente bien a Alfa Lyrae, cuyo disco, a través del
telescopio del capitán, subtendía un ángulo de medio grado, y tenía el mismo aspecto que
presenta nuestro sol en un día neblinoso. Aunque muchísimo más grande que el sol, dicho
sea de paso, Alfa Lyrae se le parece en cuanto a las manchas, la atmósfera y otros detalles.
Sólo en el último siglo —según me dice Pundit— comenzó a sospecharse la relación
binaria existente entre estos dos astros. El evidente movimiento de nuestro sistema en el
espacio había sido considerado (¡cosa extraña!) como una órbita en torno a una prodigiosa
estrella situada en el centro de la Vía Láctea. Conjeturábase que cada uno de estos cuerpos
celestes giraba en torno a dicha estrella o a un centro de gravedad común a todos los astros
de la Vía Láctea, que se suponía cerca de Alción, en las Pléyades; calculábase que nuestro
sistema completaba su circuito en 117.000.000 de años. Pero a nosotros, con nuestras
actuales luces y nuestros grandes perfeccionamientos en los telescopios, nos resulta
imposible imaginar la base de semejante suposición. Su primer propagandista fue un tal
Mudler84. Cabe presumir que la analogía lo indujo a postular tan extraña hipótesis, pero de
ser así hubiera debido sostener la analogía en todo el desarrollo de su idea. Al sugerir un
gran astro central, Mudler no incurría en nada ilógico. Empero, y desde un punto de vista
dinámico, este astro central tendría que ser muchísimo más grande que todos los otros
cuerpos celestes juntos. Cabía entonces preguntarse: «¿Cómo es que no lo vemos?»
Precisamente nosotros, que ocupamos la región media del inmenso racimo, el lugar cerca
del cual debería hallarse situado aquel inconcebible sol central, ¿cómo no lo vemos? Quizá
en este punto el astrónomo se refugió en una noción de no-luminosidad y al hacerlo
abandonó por completo la analogía. Pero, aun admitiendo que el astro central no fuera
luminoso, ¿cómo explicar que el incalculable ejército de resplandecientes soles que se
encaminan hacia él no lo iluminen? No hay duda de que lo que el sabio sostuvo al final fue
la mera existencia de un centro de gravedad común a todos los cuerpos del espacio; pero
aquí tuvo que renunciar de nuevo a la analogía. Nuestro sistema gira, es cierto, en torno de
un centro común de gravedad, pero lo hace en relación con un sol material cuya masa
compensa más que suficientemente las de todo el sistema junto. El círculo matemático es
una curva compuesta por infinidad de líneas rectas; pero esta idea del círculo, que con
relación a la geometría terrena consideramos como meramente matemática, distinguiéndola
de la idea práctica de un círculo, esta idea es la única concepción práctica que cabe
mantener con respecto a los titánicos círculos que debemos concebir, por lo menos en la
fantasía, cuando suponemos a nuestro sistema y a sus semejantes girando en torno a un
punto en el centro de la Vía Láctea. ¡Intente la más vigorosa imaginación humana dar un
solo paso hacia la comprensión de un circuito tan inexpresable! Apenas resultaría
paradójico decir que un relámpago, corriendo por siempre en la circunferencia de este
inconcebible círculo, correría por siempre en línea recta. El camino de nuestro sol a lo largo
de esta circunferencia, la dirección de nuestro sistema en semejante órbita, no puede, para
la percepción humana, haberse desviado en lo más mínimo de una línea recta, ni siquiera en
84
Alude —llamándolo «embarrador»— a Johann Heinrich Von Mädler, astrónomo alemán. (N. del T.)