con soberano desprecio. Empero, cien o aun doscientas millas horarias representan después
de todo una travesía bastante lenta. ¿Recuerda nuestro viaje por tren a través del Kanadaw?
¡Trescientas millas por hora! ¡Eso era viajar! Imposible ver nada... Nuestras únicas
ocupaciones consistían en flirtear y bailar en los magníficos salones. ¿Recuerda qué extraña
sensación se experimentaba cuando, por casualidad, teníamos una visión fugitiva de los
objetos exteriores mientras el tren corría a toda velocidad? Cada cosa parecía única... en
una sola masa. Por mi parte, debo decir que preferiría viajar en el tren lento, el de cien
millas horarias. Había en él ventanillas de cristal y hasta se podía tenerlas abiertas,
alcanzando alguna visión del paisaje. Pundit dice que el camino por donde pasa el gran
ferrocarril del Kanadaw debió haber sido trazado hace aproximadamente novecientos años.
Llega a afirmar que pueden verse huellas del antiguo camino, y que corresponden a ese
antiquísimo período. Parece que los rieles eran solamente dobles; como usted sabe, los
nuestros tienen doce rieles y están en preparación tres o cuatro más. Los antiguos rieles
eran muy livianos y se hallaban tan juntos que, para nuestras nociones modernas, resultaban
tan baladíes como peligrosos. El ancho actual de la trocha —cincuenta pies— se considera
apenas suficientemente seguro... Por mi parte, no dudo de que en tiempos muy remotos
debió existir una vía ferroviaria, como lo asegura Pundit; pues estoy convencidísima de que
hace mucho tiempo, por lo menos siete siglos, el Kanadaw del Norte y el del Sur estuvieron
unidos; ni que decir entonces que los kanawdienses se vieron obligados a tender un gran
ferrocarril a través del continente.
5 de abril.- Me siento casi devorada por el ennui. Pundit es la única persona con quien
se puede hablar a bordo; pero el pobrecito no sabe más que de arqueología... Se ha pasado
todo el día tratando de convencerme de que los antiguos amricanos se gobernaban a sí
mismos. ¿Oyó usted alguna vez despropósito semejante? Sostiene que tenían una especie de
confederación donde cada persona era un individuo... a la manera de los «perros de las
praderas» de que se habla en las fábulas. Dice que partieron de la idea más rara imaginable,
a saber, que todos los hombres nacen libres e iguales... y esto en las mismas narices de las
leyes de gradación, tan visiblemente impresas en todas las cosas, tanto en el universo moral
como en el físico. Todos los hombres «votaban» (así lo llamaban), es decir, se mezclaban
en los negocios públicos, hasta que se acabó por descubrir que el negocio de todos es el
negocio de nadie, y que la «República» (como llamaban a esa cosa absurda) carecía
completamente de gobierno. Se dice, empero, que la primera circunstancia que perturbó
seriamente la autocomplacencia de los filósofos que habían construido esta «República»
fue el sorprendente descubrimiento de que el sufragio universal se prestaba a los planes más
fraudulentos, por medio de los cuales se obtenía la cantidad deseada de votos, sin
posibilidad de descubrimiento o de prevención, y que esto podía llevarlo a cabo cualquier
partido político lo bastante vil como para no sentir vergüenza del fraude. La menor
reflexión sobre este descubrimiento bastó para mostrar con toda claridad que la bellaquería
debía predominar; en una palabra, que un gobierno republicano no podía ser otra cosa que
un gobierno de bellacos. Entonces, mientras los filósofos se ocupaban de ruborizarse por su
estupidez al no haber previsto tan inevitables males, y trataban de inventar nuevas teorías,
la cuestión fue bruscamente resuelta por un individuo llamado Populacho, quien tomó las
cosas por su cuenta e inició [