—Ya veo —dijo Mr. Buckingham—, y presumo que todas las momias que nos han
llegado enteras son de la raza del Escarabajo.
—Sin la menor duda.
—Yo había pensado —dijo tímidamente Mr. Gliddon— que el Escarabajo era uno de
los dioses egipcios.
—¿Uno de los qué egipcios? —gritó la momia, poniéndose de pie.
—Uno de los dioses —repitió el erudito.
—Mr. Gliddon, estoy estupefacto al oírle hablar de esa manera —dijo el conde,
volviendo a sentarse—. Ninguna nación de este mundo ha reconocido nunca más de un
dios. El Escarabajo, el Ibis etc., eran para nosotros los símbolos (como seres semejantes lo
fueron para otros), los intermediarios a través de los cuales adorábamos a un Creador
demasiado augusto para dirigirnos a él directamente.
Hubo una pausa. La conversación fue reanudada por el doctor Ponnonner.
—A juzgar por lo que nos ha explicado usted —dijo—, no sería improbable que en las
catacumbas próximas al Nilo haya otras momias de la raza de los Escarabajos e igualmente
vivas.
—Sin la menor duda —replicó el conde—. Todos los Escarabajos embalsamados vivos
por accidente siguen estando vivos. Incluso algunos de aquéllos, embalsamados
expresamente, pueden haber sido olvidados por sus ejecutores testamentarios y, sin duda,
continúan en sus tumbas.
—¿Sería usted tan amable de explicarnos —pregunté— qué entiende por embalsamar
«expresamente»?
—Con mucho gusto —repuso la momia, luego de mirarme atentamente a través del
monóculo, pues era la primera vez que me atrevía a hacerle una pregunta directa.
—Con mucho gusto —repitió—. La duración usual de la vida humana en mi tiempo era
de unos ochocientos años. Pocos hombres morían, a menos de sobrevenirles algún
accidente extraordinario, antes de los seiscientos; pero la cifra anterior era considerada
como el término natural. Luego de descubierto el principio del embalsamamiento, tal como
lo he explicado antes, nuestros filósofos pensaron que sería posible satisfacer una muy
laudable curiosidad, y a la vez contribuir grandemente a los intereses de la ciencia, si ese
término natural era vivido en varias etapas. En el caso de la historia, sobre todo, la
experiencia había demostrado que algo así resultaba indispensable. Un historiador, por
ejemplo, llegado a la edad de quinientos años, escribía un libro con muchísimo celo, y
luego se hacía embalsamar cuidadosamente, dejando instrucciones a sus albaceas pro
tempore, para que lo resucitaran transcurrido un cierto período —digamos quinientos o
seiscientos años—. Al reanudar su vida, el sabio descubría invariablemente que su gran
obra se había convertido en una especie de libreta de notas reunidas al azar, algo así como
una palestra literaria de todas las conjeturas antagónicas, los enigmas y las pendencias
personales de un ejército de exasperados comentadores. Aquellas conjeturas, etc., que
recibían el nombre de notas o enmiendas, habían tapado, deformado y agobiado de tal
manera el texto, que el autor se veía precisado a encender una linterna para buscar su
propio libro. Una vez descubierto, no compensaba nunca el trabajo de haberlo buscado.
Luego de escribirlo íntegramente de nuevo, el historiador consideraba su deber ponerse a
corregir de inmediato, con su conocimiento y experiencias personales, las tradiciones
corrientes sobre la época en que había vivido anteriormente. Y así, ese proceso de nueva
redacción y de rectificación personal, cumplido de tiempo en tiempo por diversos sabios,
impedía que nuestra historia se convirtiera en una pura fábula.