estaba de verdad. Mr. Gliddon le dio entonces el brazo y lo llevó hasta un confortable sillón
junto al fuego, mientras el doctor llamaba y pedía cigarros y vino.
La conversación no tardó en animarse. Como es natural, nos sentíamos muy curiosos
ante el hecho bastante notable de que Allamistakeo siguiera todavía vivo.
—Hubiera pensado —expresó Mr. Buckingham— que estaba usted muerto desde hacía
mucho.
—¡Cómo! —replicó el conde, profundamente sorprendido—. ¡Si apenas he pasado los
setecientos años! Mi padre vivió mil y no estaba en absoluto chocho cuando murió.
Siguieron a esto una serie de preguntas y cálculos, tras de los cuales fue evidente que la
antigüedad de la momia había sido muy groseramente estimada. Hacía cinco mil cincuenta
años, con algunos meses, que le habían depositado en las catacumbas de Eleithias.
—Mi observación, empero —continuó Mr. Buckingham—, no se refería a la edad de
usted en el momento de su entierro (ya que no tengo inconveniente en reconocer que es
usted un hombre joven), sino a la inmensidad de tiempo que llevaba, según su propio
testimonio, envuelto en betún.
—¿En qué? —dijo el conde.
—En betún —persistió Mr. Buckingham.
—¡Ah, sí, creo entender! El betún podía servir, en efecto; pero en mi tiempo se
empleaba casi exclusivamente el bicloruro de mercurio.
—Lo que nos resulta particularmente difícil de comprender —dijo el doctor
Ponnonner— es cómo, después de morir y ser enterrado en Egipto hace cinco mil año