—Perdóneme usted —dijo en este punto el doctor Ponnonner, apoyando suavemente la
mano sobre el brazo del egipcio—. Perdóneme usted, señor, pero... ¿puedo interrumpirlo un
instante?
—Ciertamente, señor —replicó el conde.
—Tan sólo una pregunta —continuó el doctor—. Mencionó usted las correcciones
personales del historiador a las tradiciones referentes a su propio tiempo. Dígame usted:
¿qué proporción de dichas tradiciones eran verdaderas?
—Pues bien, señor mío, los historiadores descubrían que las tales tradiciones se
encontraban absolutamente a la par de las historias mismas antes de ser reescritas; vale
decir que en ellas no había jamás, y bajo ninguna circunstancia, la menor palabra que no
fuera total y radicalmente falsa.
—De todas maneras —insistió el doctor—, puesto que sabemos que han pasado por lo
menos cinco mil años desde su entierro, doy por descontado que las historias de aquel
período, si no las tradiciones, eran suficientemente explícitas sobre el tema de mayor
interés universal, o sea la Creación, que, como bien sabe usted, se produjo hace tan sólo
diez siglos.
—¡Caballero! —exclamó el conde Allamistakeo.
El doctor repitió sus palabras, pero sólo logró que el egipcio las comprendiera después
de muchas explicaciones adicionales. Entonces, no sin vacilar, dijo este último:
—Confieso que las ideas que acaba de sugerirme me resultan completamente nuevas.
En mis tiempos jamás supe que alguien abrigara la singular fantasía de que el universo (o
este mundo, si lo profiere) hubiera tenido jamás un principio. Sólo recuerdo que una vez —
una vez tan sólo— escuché de un hombre de grandes conocimientos cierta remota
insinuación acerca del origen de la raza humana, y esa misma persona empleó la palabra
Adán (o sea tierra roja) que acaba de emplear usted. Pero él lo hizo en un sentido muy
amplio, refiriéndose a la generación espontánea de cinco vastas hordas humanas salidas del
limo (como nacen miles de otros organismos inferiores), y que surgieron simultáneamente
en cinco partes distintas y casi iguales del globo.
Al oír esto nos miramos, encogiéndonos de hombros, y uno o dos se llevaron un dedo a
la sien con aire significativo. Entonces Mr. Silk Buckingham, luego de echar una ojeada al
occipucio y a la coronilla de Allamistakeo, habló como sigue:
—La larga duración de la vida en sus tiempos, así como la costumbre ocasional de
pasarla en distintas etapas según nos ha explicado usted, debe haber contribuido
profundamente al desarrollo y a la acumulación general del saber. Presumo, pues, que la
marcada inferioridad de los egipcios antiguos en materias científicas, si se los compara con
los modernos, y más especialmente con los yanquis, nace de la mayor dureza del cráneo
egipcio.
—Debo confesar nuevamente —repuso el conde con mucha gentileza— que me cuesta
un tanto comprenderle. ¿A qué materias científicas se refiere, por favor?
Uniendo nuestras voces, le dimos entonces toda clase de detalles sobre las teorías
frenológicas y las maravillas del magnetismo animal.
Luego de escucharnos hasta el fin, el conde se puso a narrarnos algunas anécdotas que
demostraron claramente cómo los prototipos de Gall y de Spurzheim habían florecido en
Egipto en tiempos tan remotos como para que su recuerdo se hubiese perdido; así como que
los procedimientos de Mesmer eran despreciables triquiñuelas comparados con los
verdaderos milagros de los sabios de Tebas, capaces de crear piojos y muchos otros seres
similares.