Corrimos en masa a recoger los destrozados restos de la víctima, pero tuvimos la
alegría de encontrarla en la escalera, subiendo a toda velocidad, abrasado de fervor
científico, y más que nunca convencido de que debíamos proseguir el experimento sin
desfallecer.
Siguiendo su consejo, decidimos practicar una profunda incisión en la punta de la nariz,
que el doctor sujetó en persona con gran vigor, estableciendo un fortísimo contacto con los
alambres de la pila.
Moral y físicamente, figurativa y literalmente, el efecto producido fue eléctrico. En
primer lugar, el cadáver abrió los ojos y los guiñó repetidamente largo rato, como hace Mr.
Barnes en su pantomima; en segundo, estornudó; en tercero, se sentó; en cuarto, agitó
violentamente el puño en la cara del doctor Ponnonner; en quinto, volviéndose a los señores
Gliddon y Buckingham, les dirigió en perfecto egipcio el siguiente discurso:
—Debo decir, caballeros, que estoy tan sorprendido como mortificado por la conducta
de ustedes. Nada mejor podía esperarse del doctor Ponnonner. Es un pobre estúpido que no
sabe nada de nada. Lo compadezco y lo perdono. Pero usted, Mr. Gliddon... y usted, Silk...
que han viajado y trabajado en Egipto, al punto que podría decirse que ambos han nacido
en nuestra madre tierra... Ustedes, que han residido entre nosotros hasta hablar el egipcio
con la misma perfección que su lengua propia... Ustedes, a quienes había considerado
siempre como los leales amigos de las momias... ¡ah, en verdad esperaba una conducta más
caballeresca de parte de los dos! ¿Qué debo pensar al verlos contemplar impasibles la
forma en que se me trata? ¿Qué debo pensar al descubrir que permiten que tres o cuatro
fulanos me arranquen de mi ataúd y me desnuden en este maldito clima helado? ¿Y cómo
debo interpretar, para decirlo de una vez, que hayan permitido y ayudado a ese miserable
canalla, el doctor Ponnonner, a que me tirara de la nariz?
Nadie dudará, presumo, de que, dadas las circunstancias y el antedicho discurso,
corrimos todos hacia la puerta, nos pusimos histéricos, o nos desmayamos cuan largos
éramos. Cabía esperar una de las tres cosas. Cada una de esas líneas de conducta hubiera
podido ser muy plausiblemente adoptada. Y doy mi palabra de que no alcanzo a explicarme
cómo y por qué no seguimos ninguna de ellas. Quizá haya que buscar la verdadera razón en
el espíritu de nuestro tiempo, que se guía por la ley de los contrarios y la acepta
habitualmente como solución de cualquier cosa por vía de paradoja e imposibilidad. Puede
ser, asimismo, que el aire tan natural y corriente de la momia privara a sus palabras de todo
efecto aterrador. De todos modos, los hechos son como los he contado, y ninguno de
nosotros demostró espanto especial, ni pareció considerar que lo que sucedía fuese algo
fuera de lo normal.
Por mi parte me sentía convencido de que todo estaba en orden, y me limité a correrme
a un costado, lejos del alcance de los puños del egipcio. El doctor Ponnonner se metió las
manos en los bolsillos del pantalón, miró con fijeza a la momia y se puso
extraordinariamente rojo. Mr. Gliddon se acarició las patillas y se ajustó el cuello. Mr.
Buckingham bajó la cabeza y se metió el dedo pulgar derecho e