hélice se salió bruscamente de su lugar en la barquilla (a causa de un balanceo de la misma,
ocasionado por algún movimiento de uno de los marinos que habíamos embarcado con
nosotros), y quedó colgando lejos de nuestro alcance, tomado en el pivote del eje de la
hélice. Mientras tratábamos de recuperarlo, y nuestra atención se hallaba por completo
absorbida en esto, nos tomó un fortísimo viento del este que nos llevó con fuerza creciente
rumbo al Atlántico. Pronto nos encontramos volando a un promedio que ciertamente no era
inferior a cincuenta o sesenta millas por hora, tanto que llegamos a la altura de Cape Clear,
situado a unas cuarenta millas al norte, antes de haber asegurado el vastago y tener una idea
clara de lo que ocurría.
»Fue entonces cuando Mr. Ainsworth formuló una propuesta extraordinaria, pero que
en mi opinión no tenía nada de irrazonable o de quimérica, y que fue inmediatamente
secundada por Mr. Holland: quiero decir que aprovecháramos la fuerte brisa que nos
impulsaba y, en lugar de retroceder rumbo a París, hiciéramos la tentativa de alcanzar la
costa de Norteamérica, la cual (¡cosa rara!) sólo fue objetada por los dos marinos. Pero,
como estábamos en mayoría, dominamos sus temores y decidimos mantener resueltamente
el rumbo. Seguimos, pues, hacia el oeste; pero como el arrastre de las boyas demoraba
nuestro avance y teníamos perfecto dominio sobre el globo, tanto para subir como para
bajar, empezamos por desprendernos de cincuenta libras de lastre y luego, por medio de un
cabrestante, recogimos la cuerda hasta conseguir que no tocara la superficie del mar.
Inmediatamente notamos el efecto de esta maniobra, pues aumentó nuestra velocidad y,
como el viento acreciera, volamos con una rapidez casi inconcebible; la cuerda-guía flotaba
detrás de la barquilla como un gallardete en un navío.
»De más está decir que nos bastó poquísimo tiempo para perder de vista la costa.
Pasamos sobre cantidad de navíos de toda clase, alguno s de los cuales trataban de navegar a
la bolina, pero en su mayoría se mantenían a la capa. Provocamos el más extraordinario
revuelo a bordo de todos ellos, revuelo del que gozamos grandemente, y muy
especialmente nuestros dos marineros, que, bajo la influencia de un buen trago de ginebra,
se habían resuelto a tirar por la borda todo escrúpulo y todo temor. Muchos de aquellos
barcos nos dispararon salvas, y en todos ellos fuimos saludados con sonoros hurras (que
oíamos con notable nitidez) y saludos con gorras y pañuelos. Continuamos en esta forma
durante todo el día sin mayores incidentes, y cuando nos envolvieron las sombras de la
noche, calculamos grosso modo la distancia recorrida, encontrando que no podía bajar de
quinientas millas, y probablemente las excedía por mucho. La hélice funcionaba
continuamente y sin duda ayudaba en gran medida a nuestro avance. Cuando se puso el sol,
el viento se convirtió en un verdadero huracán y el océano era perfectamente visible a causa
de su fosforescencia. El viento sopló del este toda la noche, dándonos los mejores augurios
de éxito. Sufrimos muchísimo a causa del frío, y la humedad atmosférica era harto
desagradable; pero el amplio espacio en la barquilla nos permitía acostarnos, y con ayuda
de nuestras capas y algunos colchones pudimos arreglarnos bastante bien.
»P. S. (por Ainsworth). Las últimas nueve horas han sido indiscutiblemente las más
apasionantes de mi vida. Imposible imaginar nada más exaltante que el extraño peligro, que
la novedad de una aventura como ésta. ¡Quiera Dios que triunfemos! No pido el triunfo por
la mera seguridad de mi insignificante persona, sino por el conocimiento de la humanidad y
por la grandeza de semejante triunfo. Sin embargo, la hazaña es tan practicable que me
asombra que los hombres hayan vacilado hasta ahora en intentarla. Basta con que una
galerna como la que ahora nos favorece arrastre un globo durante cuatro o cinco días (y
estos huracanes suelen durar más) para que el viajero se vea fácilmente transportado de