que llevaba yo puesta. La débil luz me permitió distinguir todo eso, pero no las facciones
del visitante. Al verme, vino precipitadamente a mi encuentro y, tomándome del brazo con
un gesto de petulante impaciencia, murmuró en mi oído estas palabras:
—¡William Wilson!
Mi embriaguez se disipó instantáneamente.
Había algo en los modales del desconocido y en el temblor nervioso de su dedo
levantado, suspenso entre la luz y mis ojos, que me colmó de indescriptible asombro; pero
no fue esto lo que me conmovió con más violencia, sino la solemne admonición que
contenían aquellas sibilantes palabras dichas en voz baja, y, por sobre todo, el carácter, el
sonido, el tono de esas pocas, sencillas y familiares sílabas que había susurrado, y que me
llegaban con mil turbulentos recuerdos de días pasados, golpeando mi alma con el choque
de una batería galvánica. Antes de que pudiera recobrar el uso de mis sentidos, el visitante
había desaparecido.
Aunque este episodio no dejó de afectar vivamente mi desordenada imaginación, bien
pronto se disipó su efecto. Durante algunas semanas me ocupé en hacer toda clase de
averiguaciones, o me envolví en una nube de morbosas conjeturas. No intenté negarme a mí
mismo la identidad del singular personaje que se inmiscuía de tal manera en mis asuntos o
me exacerbaba con sus insinuados consejos. ¿Quién era, qué era ese Wilson? ¿De dónde
venía? ¿Qué propósitos abrigaba? Me fue imposible hallar respuesta a estas preguntas; sólo
alcancé a averiguar que un súbito accidente acontecido en su familia lo había llevado a
marcharse de la academia del doctor Bransby la misma tarde del día en que emprendí la
fuga. Pero bastó poco tiempo para que dejara de pensar en todo esto, ya que mi atención
estaba completamente absorbida por los proyectos de mi ingreso en Oxford. No tardé en
trasladarme allá, y la irreflexiva vanidad de mis padres me proporcionó una pensión anual
que me permitiría abandonarme al lujo que tanto ansiaba mi corazón y rivalizar en
despilfarro con los más altivos herederos de los más ricos condados de Gran Bretaña.
Estimulado por estas posibilidades de fomentar mis vicios, mi temperamento se
manifestó con redoblado ardor, y mancillé las más elementales reglas de decencia con la
loca embriaguez de mis licencias. Sería absurdo detenerme en el detalle de mis
extravagancias. Baste decir que excedí todos los límites y que, dando nombre a multitud de
nuevas locuras, agregué un copioso apéndice al largo catálogo de vicios usuales en aquella
Universidad, la más disoluta de Europa.
Apenas podrá creerse, sin embargo, que por más que hubiera mancillado mi condición
de gentilhombre, habría de llegar a familiarizarme con las innobles artes del jugador
profesional, y que, convertido en adepto de tan despreciable ciencia, la practicaría como un
medio para aumentar todavía más mis enormes rentas a expensas de mis camaradas de
carácter más débil. No obstante, ésa es la verdad. Lo monstruoso de esta transgresión de
todos los sentimientos caballerescos y honorables resultaba la principal, ya que no la única
razón de la impunidad con que podía practicarla. ¿Quién, entre mis más depravados
camaradas, no hubiera dudado del testimonio de sus sentidos antes de sospechar culpable
de semejantes actos al alegre, al franco, al generoso William Wilson, el más noble y liberal
compañero de Oxford, cuyas locuras, al decir de sus parásitos, no eran más que locuras de
la juventud y la fantasía, cuyos errores sólo eran caprichos inimitables, cuyos vicios más
negros no pasaban de ligeras y atrevidas extravagancias?
Llevaba ya dos años entregado con todo éxito a estas actividades cuando llegó a la
Universidad un joven noble, un parvenu llamado Glendinning, a quien los