Pronto me di cuenta de que era un simple, y, naturalmente, lo consideré sujeto adecuado
para ejercer sobre él mis habilidades. Logré hacerlo jugar conmigo varias veces y,
procediendo como todos los tahúres, le permití ganar considerables sumas a fin de
envolverlo más efectivamente en mis redes. Por fin, maduros mis planes, me encontré con
él (decidido a que esta partida fuera decisiva) en las habitaciones de un camarada llamado
Preston, que nos conocía íntimamente a ambos, aunque no abrigaba la más remota sospecha
de mis intenciones. Para dar a todo esto un mejor color, me había arreglado para que
fuéramos ocho o diez invitados, y me ingenié cuidadosamente a fin de que la invitación a
jugar surgiera como por casualidad y que la misma víctima la propusiera. Para abreviar
tema tan vil, no omití ninguna de las bajas finezas propias de estos lances, que se repiten de
tal manera en todas las ocasiones similares que cabe maravillarse de que todavía existan
personas tan tontas como para caer en la trampa.
Era ya muy entrada la noche cuando efectué por fin la maniobra que me dejó frente a
Glendinning como único antagonista. El juego era mi favorito, el écarté. Interesados por el
desarrollo de la partida, los invitados habían abandonado las cartas y se congregaban a
nuestro alrededor. El parvenu, a quien había inducido con anterioridad a beber
abundantemente, cortaba las cartas, barajaba o jugaba con una nerviosidad que su
embriaguez sólo podía explicar en parte. Muy pronto se convirtió en deudor de una
importante suma, y entonces, luego de beber un gran trago de oporto, hizo lo que yo
esperaba fríamente: me propuso doblar las apuestas, que eran ya extravagantemente
elevadas. Fingí resistirme, y sólo después que mis reiteradas negativas hubieron provocado
en él algunas réplicas coléricas, que dieron a mi aquiescencia un carácter destemplado,
acepté la propuesta. Como es natural, el resultado demostró hasta qué punto la presa había
caído en mis redes; en menos de una hora su deuda se había cuadruplicado.
Desde hacía un momento, el rostro de Glendinning perdía la rubicundez que el vino le
había prestado y me asombró advertir que se cubría de una palidez casi mortal. Si digo que
me asombró se debe a que mis averiguaciones anteriores presentaban a mi adversario como
inmensamente rico, y, aunque las sumas perdidas eran muy grandes, no podían preocuparlo
seriamente y mucho menos perturbarlo en la forma en que lo estaba viendo. La primera
idea que se me ocurrió fue que se trataba de los efectos de la bebida; buscando mantener mi
reputación a ojos de los testigos presentes —y no por razones altruistas— me disponía a
exigir perentoriamente la suspensión de la partida, cuando algunas frases que escuché a mi
alrededor, así como una exclamación desesperada que profirió Glendinning, me dieron a
entender que acababa de arruinarlo por completo, en circunstancias que lo llevaban a
merecer la piedad de todos, y que deberían haberlo protegido hasta de las tentativas de un
demonio.
Difícil es decir ahora cuál hubiera sido mi conducta en ese momento. La lamentable
condición de mi adversario creaba una atmósfera de penoso embarazo. Hubo un profundo
silencio, durante el cual sentí que me ardían las mejillas bajo las miradas de desprecio o de
reproche que me lanzaban los menos pervertidos. Confieso incluso que, al producirse una
súbita y extraordinaria interrupción, mi pecho se alivió por un breve instante de la
intolerable ansiedad que lo oprimía. Las grandes y pesadas puertas de la estancia se
abrieron de golpe y de par en par, con un ímpetu tan vigoroso y arrollador que bastó para
apagar todas las bujías. La muriente luz nos permitió, sin embargo, ver entrar a un
desconocido, un hombre de mi talla, completamente embozado en una capa. La oscuridad
era ahora total, y solamente podíamos sentir que aquel hombre estaba entre nosotros. Antes
de que nadie pudiera recobrarse del profundo asombro que semejante conducta le había