y entré silenciosamente. Luego de avanzar unos pasos, oí su sereno respirar. Seguro de que
estaba durmiendo, volví a tomar la lámpara y me aproximé al lecho. Estaba éste rodeado de
espesas cortinas, que en cumplimiento de mi plan aparté lenta y silenciosamente, hasta que
los brillantes rayos cayeron sobre el durmiente, mientras mis ojos se fijaban en el mismo
instante en su rostro. Lo miré, y sentí que mi cuerpo se helaba, que un embotamiento me
envolvía. Palpitaba mi corazón, temblábanme las rodillas, mientras mi espíritu se sentía
presa de un horror sin sentido pero intolerable. Jadeando, bajé la lámpara hasta aproximarla
aún más a aquella cara. ¿Eran ésos... ésos, los rasgos de William Wilson? Bien veía que
eran los suyos, pero me estremecía como víctima de la calentura al imaginar que no lo eran.
Pero, entonces, ¿qué había en ellos para confundirme de esa manera? Lo miré, mientras mi
cerebro giraba en multitud de incoherentes pensamientos. No era ése su aspecto... no, así no
era él en las activas horas de vigilia. ¡El mismo nombre! ¡La misma figura! ¡El mismo día
de ingreso a la academia! ¡Y su obstinada e incomprensible imitación de mi actitud, de mi
voz, de mis costumbres, de mi aspecto! ¿Entraba verdaderamente dentro de los límites de la
posibilidad humana que esto que ahora veía fuese meramente el resultado de su continua
imitación sarcástica? Espantado y temblando cada vez más, apagué la lámpara, salí en
silencio del dormitorio y escapé sin perder un momento de la vieja academia, a la que no
habría de volver jamás.
Luego de un lapso de algunos meses que pasé en casa sumido en una total
holgazanería, entré en el colegio de Eton. El breve intervalo había bastado para apagar mi
recuerdo de los acontecimientos en la escuela del doctor Bransby, o por lo menos para
cambiar la naturaleza de los sentimientos que aquellos sucesos me inspiraban. La verdad y
la tragedi