participaran de su mofa. Quizá la gradación de su copia no la hizo tan perceptible; o quizá
debía mi seguridad a la maestría de aquel copista que, desdeñando lo literal (que es todo lo
que los pobres de entendimiento ven en una pintura) sólo ofrecía el espíritu del original
para que yo pudiera contemplarlo y atormentarme.
He aludido más de una vez al desagradable aire protector que asumía Wilson conmigo,
y de sus frecuentes interferencias en los caminos de mi voluntad. Esta interferencia solía
adoptar la desagradable forma de un consejo, antes insinuado que ofrecido abiertamente.
Yo lo recibía con una repugnancia que los años fueron acentuando. Y, sin embargo, en este
día ya tan lejano de aquéllos, séame dado declarar con toda justicia que no recuerdo ocasión
alguna en que las sugestiones de mi rival me incitaran a los errores tan frecuentes en esa
edad inexperta e inmadura; por lo menos su sentido moral, si no su talento y su sensatez,
era mucho más agudo que el mío; y yo habría llegado a ser un hombre mejor y más feliz si
hubiera rechazado con menos frecuencia aquellos consejos encerrados en susurros, y que en
aquel entonces odiaba y despreciaba amargamente.
Así las cosas, acabé por impacientarme al máximo frente a esa desagradable vigilancia,
y lo que consideraba intolerable arrogancia de su parte me fue ofendiendo más y más. He
dicho ya que en los primeros años de nuestra vinculación de condiscípulos mis sentimientos
hacia Wilson podrían haber derivado fácilmente a la amistad; pero en los últimos meses de
mi residencia en la academia, si bien la impertinencia de su comportamiento había
disminuido mucho, mis sentimientos se inclinaron, en proporción análoga, al más profundo
odio. En cierta ocasión creo que Wilson lo advirtió, y desde entonces me evitó o fingió
evitarme.
En esa misma época, si recuerdo bien, tuvimos un violento altercado, durante el cual
Wilson perdió la calma en mayor medida que otras veces, actuando y hablando con una
franqueza bastante insólita en su carácter. Descubrí en ese momento (o me pareció
descubrir) en su acento, en su aire y en su apariencia general algo que empezó por
sorprenderme, para llegar a interesarme luego profundamente, ya que traía a mi recuerdo
borrosas visiones de la primera infancia; vehementes, confusos y tumultuosos recuerdos de
un tiempo en el que la memoria aún no había nacido. Sólo puedo describir la sensación que
me oprimía diciendo que me costó rechazar la certidumbre de que había estado vinculado
con aquel ser en una época muy lejana, en un momento de un pasado infinitamente remoto.
La ilusión, sin embargo, desvanecióse con la misma rapidez con que había surgido, y si la
menciono es para precisar el día en que hablé por última vez en el colegio con mi extraño
tocayo.
La enorme y vieja casa, con sus incontables subdivisiones, tenía varias grandes
habitaciones contiguas, donde dormía la mayor parte de los estudiantes. Como era natural
en un edificio tan torpemente concebido, había además cantidad de recintos menores que
constituían las sobras de la estructura y que el ingenio económico del doctor Bransby había
habilitado como dormitorios, aunque dado su tamaño sólo podían contener a un ocupante.
Wilson poseía uno de esos pequeños cuartos.
Una noche, hacia el final de mi quinto año de estudios en la escuela, e inmediatamente
después del altercado a que he aludido, me levanté cuando todos se hubieron dormido y,
tomando una lámpara, me aventuré por infinitos pasadizos angostos en dirección al
dormitorio de mi rival. Durante largo tiempo había estado planeando una de esas perversas
bromas pesadas con las cuales fracasara hasta entonces. Me sentía dispuesto a llevarla de
inmediato a la práctica, para que mi rival pudiera darse buena cuenta de toda mi malicia.
Cuando llegué ante su dormitorio, dejé la lámpara en el suelo, cubriéndola con una pantalla,