bajo la apariencia de una diversión— en vez de convertirlos en franca y abierta hostilidad.
Pero mis esfuerzos en ese sentido no siempre resultaban fructuosos, por más hábilmente
que maquinara mis planes, ya que mi tocayo tenía en su carácter mucho de esa modesta y
tranquila austeridad que, mientras goza de lo afilado de sus propias bromas, no ofrece
ningún talón de Aquiles y rechaza toda tentativa de que alguien ría a costa suya. Sólo pude
encontrarle un punto vulnerable que, proveniente de una peculiaridad de su persona y
originado acaso en una enfermedad constitucional, hubiera sido relegado por cualquier otro
antagonista menos exasperado que yo. Mi rival tenía un defecto en los órganos vocales que
le impedía alzar la voz más allá de un susurro apenas perceptible. Y yo no dejaba de
aprovechar las míseras ventajas que aquel defecto me acordaba.
Las represalias de Wilson eran muy variadas, pero una de las formas de su malicia me
perturbaba más allá de lo natural. Jamás podré saber cómo su sagacidad llegó a descubrir
que una cosa tan insignificante me ofendía; el hecho es que, una vez descubierta, no dejo de
insistir en ella. Siempre había yo experimentado aversión hacia mi poco elegante apellido y
mi nombre tan común, que era casi plebeyo. Aquellos nombres eran veneno en mi oído, y
cuando, el día de mi llegada, un segundo William Wilson ingresó en la academia, lo detesté
por llevar ese nombre, y me sentí doblemente disgustado por el hecho de ostentarlo un
desconocido que sería causa de una constante repetición, que estaría todo el tiempo en mi
presencia y cuyas actividades en la vida ordinaria de la escuela serían con frecuencia
confundidas con las mías, por culpa de aquella odiosa coincidencia.
Este sentimiento de ultraje así engendrado se fue acentuando con cada circunstancia
que revelaba una semejanza, moral o física, entre mi rival y yo. En aquel tiempo no había
descubierto el curioso hecho de que éramos de la misma edad, pero comprobé que teníamos
la misma estatura, y que incluso nos parecíamos mucho en las facciones y el aspecto físico.
También me amargaba que los alumnos de los cursos superiores estuvieran convencidos de
que existía un parentesco entre ambos. En una palabra, nada podía perturbarme más
(aunque lo disimulaba cuidadosamente) que cualquier alusión a una semejanza intelectual,
personal o familiar entre Wilson y yo. Por cierto, nada me permitía suponer (salvo en lo
referente a un parentesco) que estas similaridades fueran comentadas o tan sólo observadas
por nuestros condiscípulos. Que él las observaba en todos sus aspectos, y con tanta claridad
como yo, me resultaba evidente; pero sólo a su extraordinaria penetración cabía atribuir el
descubrimiento de que esas circunstancias le brindaran un campo tan vasto de ataque.
Su réplica, que consistía en perfeccionar una imitación de mi persona, se cumplía tanto
en palabras como en acciones, y Wilson desempeñaba admirablemente su papel. Copiar mi
modo de vestir no le era difícil; mis actitudes y mi modo de moverme pasaron a ser suyos
sin esfuerzo, y a pesar de su defecto constitucional, ni siquiera mi voz escapó a su
imitación. Nunca trataba, claro está, de imitar mis acentos más fuertes, pero la tonalidad
general de mi voz se repetía exactamente en la suya, y su extraño susurro llegó a
convertirse en el eco mismo de la mía.
No me aventuraré a describir hasta qué punto este minucioso retrato (pues no cabía
considerarlo una caricatura) llegó a exasperarme. Me quedaba el consuelo de ser el único
que reparaba en esa imitación y no tener que soportar más que las sonrisas de complicidad
y de misterioso sarcasmo de mi tocayo. Satisfecho de haber provocado en mí el penoso
efecto que buscaba, parecía divertirse en secreto del aguijón que me había clavado,
desdeñando sistemáticamente el aplauso general que sus astutas maniobras hubieran
obtenido fácilmente. Durante muchos meses constituyó un enigma indescifrable para mí el
que mis compañeros no advirtieran sus intenciones, comprobaran su cumplimiento y