—¡Ridículo! —dijo el califa.
—«Las esposas e hijas de aquellos grandes e incomparables magos —continuó
Scheherazade, sin preocuparse en absoluto de las repetidas y poco caballerescas
interrupciones de su esposo— son de lo más refinadas y perfectas, y constituirían el ápice
de lo interesante y de lo hermoso de no mediar una desdichada fatalidad que las agobia, y
que ni siquiera los milagrosos poderes de sus esposos y padres han logrado remediar hasta
el presente. Algunas de esas fatalidades adoptan cierta forma, mientras otras se presentan
de diferente manera; pero me refiero, sobre todo, a la que asume la forma de una
excentricidad.»
—¿Una qué? —preguntó el califa.
—Una excentricidad —dijo Scheherazade—. «Uno de los genios malignos que
continuamente tratan de hacer daño indujo a tan perfectas señoras a creer que aquello que
denominamos belleza natural consiste en la protuberancia de la región donde la espalda
cambia de nombre. Les hicieron creer que la perfección de la hermosura se halla en razón
directa con el volumen de dicha parte. Dominadas por la idea, y aprovechando que los
almohadones son muy baratos en ese país, se ha llegado a un punto en que ya resulta difícil
distinguir a una mujer de un dromedario...»
—¡Detente! —exclamó el califa—. ¡No puedo ni quiero soportar semejante cosa! ¡Me
has dado ya una terrible jaqueca con tus mentiras! Noto, además, que está amaneciendo.
¿Cuánto tiempo llevamos casados? Mi conciencia empieza a atormentarme. Y, además, ese
asunto de los dromedarios... ¿Me tomas por imbécil? Lo mejor que puedes hacer es ir a que
te estrangulen.
Según me entero por el Isitsöornot, estas palabras ofendieron y asombraron a
Scheherazade, pero, como sabía que el califa era hombre de escrupulosa integridad y poco
sospechoso de faltar a su palabra, se sometió resignadamente a su destino. Mucho se
consoló (mientras le apretaban el cordón en el cuello) pensando que gran parte de su
historia quedaba todavía por decir, y que la petulancia de aquel animal de su marido le
estaba bien aplicada, pues por su culpa se quedaría sin conocer muchas otras inimaginables
aventuras.
distancia ha sido verificada) es tan inconcebiblemente grande, que sus rayos requieren más de diez años para
llegar a la tierra. Las estrellas situadas más allá exigen veinte y aún mil años, calculando sin exageración. Por
tanto, si dichos astros se hubieran extinguido hace veinte o mil años, seguiríamos viéndolos en la actualidad
por la luz que emanó de ellos hace veinte o mil años. No es imposible, ni siquiera improbable, que muchas
estrellas que vemos noche a noche se hayan extinguido hace mucho.
Herschel padre sostiene que la luz de la nebulosa más débil que alcanza a distinguirse en su gran
telescopio debió de requerir tres millones de años para llegar a la tierra. Algunas otras que el telescopio de lord
Ross permite vislumbrar han debido emplear, por lo menos, veinte millones de años.