Test Drive | Page 332

a éstos, salvo que no estaban vestidos (como lo está un hombre), sino que la naturaleza parecía haberles proporcionado unas feas e incómodas envolturas que daban la impresión de una tela, pero tan pegada a la piel como para que los pobres infelices tuvieran el aire más ridículo y pasaran por las peores molestias imaginables. En lo alto de la cabeza llevaban una especie de cajas cuadradas que a primera vista hubieran podido pasar por turbantes, pero que, como pronto advertí, eran muy pesadas y sólidas. Supuse entonces que se trataba de dispositivos calculados para mantener, gracias a su gran peso, las cabezas pegadas a los hombros. Noté que todas esas criaturas llevaban unos collares negros (símbolo de servidumbre, sin duda) como los que ponemos a nuestros perros, sólo que mucho más anchos y duros, al punto que las desdichadas víctimas no podían mover la cabeza en cualquier dirección sin mover al mismo tiempo el cuerpo; veíanse así condenados a contemplarse incesantemente la nariz, espectáculo tan romo y tan chato como imaginarse pueda, por no calificarlo de espantoso. »Una vez que el monstruo hubo llegado junto a la costa donde nos hallábamos, proyectó repentinamente uno de sus ojos hasta muy afuera, emitiendo por él un terrible resplandor de fuego seguido de una densa nube de humo y un estruendo que no puedo comparar con nada por debajo del trueno. Cuando se despejó el humo, vimos a uno de aquellos extraños animales-hombres parado cerca de la cabeza de la bestia, con una trompeta en la mano; llevándosela a la boca, no tardó en dirigirse a nosotros con acentos tan broncos, ásperos y desagradables, que hubiéramos confundido acaso con un lenguaje si no hubieran sido proferidos por la nariz. »Como no cabía duda de que se dirigía a nosotros, me sentí perplejo y sin saber qué contestar, pues no había entendido una sola sílaba. En esta coyuntura me volví al mozo de cordel, que estaba a punto de desmayarse de terror, y le pregunté qué pensaba de aquel monstruo y si tenía idea de sus intenciones, así como de la naturaleza de los seres que llenaban su lomo. Venciendo lo mejor posible el temblor que lo dominaba, me contestó que había oído hablar de aquella bestia marina; que era un cruel demonio, con entrañas de azufre y sangre de fuego, creado por genios malignos para infligir desgracias a la humanidad; que aquellas cosas que había en su lomo eran sabandijas como las que a veces infestan a gatos y perros, sólo que más grandes y más salvajes, y que tenían su razón de ser, por más mala que fuera, ya que a causa de las torturas que infligían al monstruo mediante sus mordiscos y aguijonazos lo llevaban al grado de enfurecimiento necesario para que rugiera y cometiera maldades, cumpliendo así los vengativos y perversos propósitos de los genios malignos. »Esta explicación me indujo a salir corriendo a toda velocidad y, sin mirar una sola vez hacia atrás, me interné como una flecha en las colinas, mientras el mozo de cordel corría con no menor celeridad, pero en dirección opuesta, al punto que logró finalmente escapar con mis fardos que no dudo habrá cuidado debidamente, aunque no puedo ratificar este punto pues no me parece que haya vuelto a verlo jamás. »En cuanto a mí, fui perseguido por un enjambre de los hombres-sabandijas (que habían desembarcado en botes), hasta que no tardé en ser alcanzado, atado de pies y manos y conducido a bordo de la bestia, la cual echó a nadar de inmediato mar afuera. »Me arrepentí entonces amargamente d