a éstos, salvo que no estaban vestidos (como lo está un hombre), sino que la naturaleza
parecía haberles proporcionado unas feas e incómodas envolturas que daban la impresión
de una tela, pero tan pegada a la piel como para que los pobres infelices tuvieran el aire más
ridículo y pasaran por las peores molestias imaginables. En lo alto de la cabeza llevaban
una especie de cajas cuadradas que a primera vista hubieran podido pasar por turbantes,
pero que, como pronto advertí, eran muy pesadas y sólidas. Supuse entonces que se trataba
de dispositivos calculados para mantener, gracias a su gran peso, las cabezas pegadas a los
hombros. Noté que todas esas criaturas llevaban unos collares negros (símbolo de
servidumbre, sin duda) como los que ponemos a nuestros perros, sólo que mucho más
anchos y duros, al punto que las desdichadas víctimas no podían mover la cabeza en
cualquier dirección sin mover al mismo tiempo el cuerpo; veíanse así condenados a
contemplarse incesantemente la nariz, espectáculo tan romo y tan chato como imaginarse
pueda, por no calificarlo de espantoso.
»Una vez que el monstruo hubo llegado junto a la costa donde nos hallábamos,
proyectó repentinamente uno de sus ojos hasta muy afuera, emitiendo por él un terrible
resplandor de fuego seguido de una densa nube de humo y un estruendo que no puedo
comparar con nada por debajo del trueno. Cuando se despejó el humo, vimos a uno de
aquellos extraños animales-hombres parado cerca de la cabeza de la bestia, con una
trompeta en la mano; llevándosela a la boca, no tardó en dirigirse a nosotros con acentos
tan broncos, ásperos y desagradables, que hubiéramos confundido acaso con un lenguaje si
no hubieran sido proferidos por la nariz.
»Como no cabía duda de que se dirigía a nosotros, me sentí perplejo y sin saber qué
contestar, pues no había entendido una sola sílaba. En esta coyuntura me volví al mozo de
cordel, que estaba a punto de desmayarse de terror, y le pregunté qué pensaba de aquel
monstruo y si tenía idea de sus intenciones, así como de la naturaleza de los seres que
llenaban su lomo. Venciendo lo mejor posible el temblor que lo dominaba, me contestó que
había oído hablar de aquella bestia marina; que era un cruel demonio, con entrañas de
azufre y sangre de fuego, creado por genios malignos para infligir desgracias a la
humanidad; que aquellas cosas que había en su lomo eran sabandijas como las que a veces
infestan a gatos y perros, sólo que más grandes y más salvajes, y que tenían su razón de ser,
por más mala que fuera, ya que a causa de las torturas que infligían al monstruo mediante
sus mordiscos y aguijonazos lo llevaban al grado de enfurecimiento necesario para que
rugiera y cometiera maldades, cumpliendo así los vengativos y perversos propósitos de los
genios malignos.
»Esta explicación me indujo a salir corriendo a toda velocidad y, sin mirar una sola vez
hacia atrás, me interné como una flecha en las colinas, mientras el mozo de cordel corría
con no menor celeridad, pero en dirección opuesta, al punto que logró finalmente escapar
con mis fardos que no dudo habrá cuidado debidamente, aunque no puedo ratificar este
punto pues no me parece que haya vuelto a verlo jamás.
»En cuanto a mí, fui perseguido por un enjambre de los hombres-sabandijas (que
habían desembarcado en botes), hasta que no tardé en ser alcanzado, atado de pies y manos
y conducido a bordo de la bestia, la cual echó a nadar de inmediato mar afuera.
»Me arrepentí entonces amargamente d