pellizcos, terminó por interrumpir sus ronquidos y finalmente dijo «¡Hunt!», y luego
«¡Ejem!», con lo cual la reina comprendió (por cuanto se trataba indudablemente de
palabras árabes) que el monarca era todo atención y que trataría de no seguir roncando; la
reina, repito, reanudó sin perder más tiempo la historia de Simbad el marino.
—Por fin, cuando ya era viejo —contó Scheherazade, y Simbad hablaba por su voz—,
después de gozar de muchos años de tranquilidad en mi hogar, me sentí poseído una vez
más por el deseo de visitar países lejanos; y un día, sin advertir a mi familia de mis
intenciones, preparé algunos fardos de mercancías que aliaban la riqueza al poco bulto y,
enganchando a un mozo de cuerda para que las llevara, bajé con ellas a la costa para esperar
algún navío que quisiera sacarme del reino, rumbo a alguna región que no hubiera
explorado todavía.
»Luego de dejar los fardos en la arena, nos sentamos bajo los árboles y miramos el
océano, esperando percibir algún navío, pero durante varias horas no vimos ninguno. Me
pareció por fin que oía un extraño sonido, entre zumbido y murmullo, y el mozo de cuerda
afirmó que también él lo oía. No tardó en hacerse más intenso, y crecía en forma tal que no
podíamos dudar del rápido acercamiento del objeto que lo provocaba. Por fin, en la línea
del horizonte distinguimos una mota negra que aumentaba rápidamente de tamaño hasta
convertirse en