esposo (que la estimaba muchísimo, pese a que la haría retorcer el cuello por la mañana),
interrumpiendo el profundo sueño que le daban su conciencia limpia y su excelente
digestión, a fin de que escuchara la interesantísima historia (creo que sobre una rata y un
gato negro) que estaba contando en voz muy baja a su hermana. Cuando salió el sol,
sucedió que la historia no había terminado todavía y que Scheherazade no podría terminarla
por la sencilla razón de que ya era tiempo de que se levantara y ofreciera su cuello al
estrangulador —cosa muy poco preferible a la de ser ahorcada, aunque ligeramente más
gentil.
Lamento decir que la curiosidad del califa prevaleció sobre sus sólidos principios
religiosos, induciéndolo a posponer el cumplimiento de su promesa hasta la mañana
siguiente, con intención y esperanza de enterarse por la noche qué había ocurrido al final
con el gato negro (pues creo que era negro) y la rata.
Llegada la noche, no sólo Scheherazade dio la pincelada final al gato negro y a la rata
(que era azul), sino que, antes de darse cuenta de lo que hacía, se vio arrastrada por el
intrincado desarrollo de un relato concerniente, si no me engaño, a un caballo color rosa
(con alas verdes) que se movía violentamente gracias a un mecanismo de relojería, al cual
se daba cuerda con una llave color índigo. Este relato interesó al califa mucho más que el
primero, y como amaneció sin que hubiera terminado (pese a los esfuerzos de la sultana por
concluirlo a tiempo para acudir al estrangulamiento), no quedó otro remedio que aplazar
otra vez la ceremonia veinticuatro horas. A la noche siguiente ocurrió algo parecido, con
resultados similares; y también a la siguiente, y a la otra... Hasta que, al fin, el buen
monarca, después de haberse visto inevitablemente privado de cumplir su promesa durante
nada menos que mil y una noches, olvidóla completamente al vencerse el término, se hizo
relevar de ella en la forma habitual, o —lo que es más probable— se limitó a quebrarla, al
mismo tiempo que la cabeza de su padre confesor. Sea como fuere, Scheherazade, que,
como descendiente directa de Eva, había heredado quizá las siete cestas de charla que esta
última dama, como es sabido, cosechó al pie de los árboles en el jardín del Edén, acabó
triunfando sobre el califa y el impuesto a la belleza fue abolido.
Ahora bien, esta conclusión (que figura en la obra tal como la conocemos) es
indudablemente muy justa y agradable, pero, ¡ay!, como tantas cosas, es mucho más
agradable que verdadera. Debo al Isitsöornot la rectificación de este error. Le mieux —dice
un proverbio francés— est l’ennemi du bien, y al mencionar que Scheherazade había
heredado las siete cestas de la charla, hubiera debido agregar que las puso a interés
compuesto hasta que llegaron a ser setenta y siete.
—Querida hermana —dijo en la noche mil y dos (transcribo literalmente los términos
del Isitsöornot—, ahora que este pequeño inconveniente de la estrangulación ha
desaparecido, juntó con el odioso impuesto, me siento culpable de una gran indiscreción
por haberos ocultado a ti y al califa (quien, lamento decirlo, está roncando, lo cual no es
propio de un caballero) la verdadera conclusión de la historia de Simbad el marino. Este
personaje pasó por muchas otras e interesantes aventuras aparte de las que os he contado,
pero, a decir verdad, aquella noche me sentía un tanto soñolienta y preferí abreviar mi
relato. ¡Oh infame proceder, del cual espero que Alá me perdone! Pero aún no es
demasiado tarde para remediar mi negligencia y, tan pronto haya pellizcado un par de veces
al califa y éste se despierte lo bastante como para cesar sus horribles ruidos, procederé a
narrarte (y también a él, si así lo desea) la continuación de esta notable historia.
La hermana de Scheherazade, según noticias del Isitsöornot, no se manifestó
demasiado entusiasmada ante esta perspectiva; pero el califa, luego de recibir suficientes