El telescopio del conde de Ross, recientemente construido en Inglaterra, tiene un
speculum cuya superficie reflejante es de 4.071 pulgadas cuadradas; el telescopio de
Herschel sólo tenía uno de 1.811. El tubo metálico del telescopio Ross mide seis pies de
diámetro, en los bordes presenta un espesor de cinco pulgadas y media, y de cinco en el
centro. Pesa tres toneladas y su largo focal es de 50 pies.
Hace poco leí un librito singular y bastante ingenioso, cuyo título es el siguiente:
L’Homme dans la lune, ou le Voyage chimerique fait au Monde de la Lune, nouuellement
decouuert par Dominique Gonzales, Advanturier Espagnol, autrement dit le Courier
Volant. Mis en notre langue par J. B. D. A. Paris, chez François Piot, pres la Fontaine de
Saint Benoist. Et chez J. Goignart, au premier pilier de la grand’salle du Palais, proche les
Consultations, MDCXLVII 176 páginas.
El autor afirma haber traducido el texto inglés de un tal Mr. D’Avisson (¿Davidson?),
aunque en sus declaraciones reina la más grande ambigüedad: «J’en ai eu —dice—
l’original de monsieur D’Avisson, medecin des mieux versez qui soient aujourd’ huy dans
la conoissance des Belles Lettres, et surtout de la Philosophie Naturelle. Je lui ai cette
obligation entre les autres, de m’auoir non seulement mis en main ce Livre en anglois, mais
encore le Manuscrit du Sieur Thomas D’Anan, gentilhomme Eccosois, recommandable
pour sa vertu sur la version duquel j’advoue que j’ay tiré le plan de la mienne.»
Después de algunas aventuras insignificantes, a la manera de Gil Blas, que ocupan las
primeras treinta páginas, el autor relata que, hallándose enfermo durante un viaje por mar,
la tripulación lo abandonó, junto con su doméstico negro, en la isla de Santa Helena. A fin
de aumentar las probabilidades de conseguir alimento, ambos se separan y viven lo más
lejos posible el uno del otro. Esto los induce a amaestrar pájaros, a fin de valerse de ellos
como de palomas mensajeras. Poco a poco les enseñan a llevar paquetes, cuyo peso va
aumentando gradualmente. Por fin se les ocurre unir las fuerzas de gran número de pájaros,
a fin de que transporten por el aire al autor. Fabrican a tal efecto una máquina de la cual se
da una detalladísima descripción, completada con un aguafuerte. Vemos en él al señor
González, con gola rizada y gran peluca, sentado en algo que se parece muchísimo a un
palo de escoba, del que tira una multitud de cisnes silvestres (ganzas) atados por la cola a la
máquina.
El suceso más importante del relato del autor depende de un hecho que el lector
ignorará hasta llegar al fin del volumen. Los gansos, tan familiares ya, no eran habitantes de
Santa Helena, sino de la luna. Desde remotas edades, tenían la costumbre de emigrar
anualmente a alguna región de la tierra. Como es natural, meses más tarde volvían a su
hogar y, en una ocasión en que el autor requería sus servicios para un breve viaje, se vio
inesperadamente arrebatado por los aires, llegando en muy breve tiempo al satélite.
Una vez allí, y entre otras cosas, el autor descubre que los selenitas son muy felices,
que carecen de leyes, que mueren sin dolor, que miden entre diez y treinta pies de a lto, que
viven cinco mil años, que tienen un emperador llamado Irdonozur, y que pueden saltar a
setenta pies de altura, tras lo cual, por quedar libres de la influencia de la gravedad, pueden
volar con ayuda de abanicos.
No puedo dejar de dar aquí una muestra de la filosofía general del volumen.
«Debo deciros —declara el señor González— cómo era el lugar donde me hallaba. Las
nubes aparecían bajo mis pies o, si preferís, se tendían entre mí y la tierra. En cuanto a las
estrellas, como en este lugar no existe la noche, tenían siempre la misma apariencia: no
brillante, como de costumbre, sino pálidas y muy parecidas a la luna por las mañanas.
Pero sólo se veían unas pocas, aunque eran diez veces más grandes —hasta donde pude