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juzgar— de lo que parecen a los terrestres. La luna, a la cual le faltaban dos días para quedar llena, era de un inmenso tamaño. »No debo dejar de decir que las estrellas sólo aparecían del lado del globo vuelto hacia la luna, y que, cuanto más cerca estaban, más grandes eran. Debo informaros asimismo que, aunque hiciera tiempo bueno o malo, siempre me hallé exactamente entre la luna y la tierra. Estaba convencido de ello por dos razones: primero, mis pájaros volaban siempre en línea recta, y segundo, toda vez que se detenían a descansar, éramos arrastrados insensiblemente alrededor del globo terrestre. Pues yo admito la opinión de Copérnico, quien mantiene que la tierra jamás deja de girar del este al oeste, no sobre los polos del Equinoccio, llamados vulgarmente polos del mundo, sino sobre los del Zodíaco, cosa de la cual me propongo hablar con más detalle cuando tenga tiempo de refrescar mi memoria con la astrología que estudié en Salamanca en mi juventud, y que desde entonces he olvidado.» A pesar de los errores señalados en itálicas, el libro no deja de merecer cierta atención, por cuanto proporciona un ingenuo ejemplo de las nociones astronómicas corrientes en su tiempo. Una de ellas suponía que el «poder de gravitación» sólo se extendía muy poco sobre la superficie terrestre, y por eso vemos a nuestro viajero «arrastrado insensiblemente alrededor del globo», etc. Ha habido otros «viajes a la luna», pero ninguno con más méritos que el que acabo de mencionar. El de Bergerac es absolutamente insensato. En el tercer volumen de la American Quarterly Review puede leerse una crítica minuciosa de una cierta «expedición» de esta clase, crítica en la cual es difícil decir si el autor denuncia la estupidez del libro o su propia y absurda ignorancia de la astronomía. He olvidado el título de la obra, pero los medios para hacer el viaje son de una concepción todavía más lamentable que los gansos de nuestro amigo el señor González. Cierto aventurero, al excavar la tierra, descubre cierto metal que sufre fuertemente la atracción de la luna; fabrica inmediatamente una caja del mismo que, una vez libre de sus ataduras terrestres, lo arrebata por los aires y lo lleva directamente hasta el satélite. El Vuelo de Thomas O’Rourke es un jeu d’esprit no del todo despreciable, y ha sido traducido al alemán. Thomas, el héroe, era en la realidad el guardabosque de un par irlandés cuyas excentricidades dieron origen al cuento. El «vuelo» se efectúa a lomo de águila, desde Hungry Hill, una altísima montaña en la extremidad de Bantry Bay. En estas diversas publicaciones la finalidad es siempre satírica, pues el tema consiste en la descripción de las costumbres lunares y su comparación con las nuestras. En ninguna de ellas se hace el menor esfuerzo para que el viaje en sí resulte plausible. Los autores parecen en cada caso totalmente ignorantes de la astronomía. En Hans Pfaall, la originalidad del designio consiste en intentar cierta verosimilitud, mediante la aplicación de principios científicos (hasta donde la caprichosa naturaleza del tema lo permite) a un verdadero viaje entre la tierra y la luna.