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un punto en el que concuerdan todos los astrónomos, es que en el satélite no hay la menor presencia de agua. Al examinar el límite entre luz y sombra (en la luna creciente), allí donde cruza alguna de esas regiones en sombra, la línea divisoria se muestra quebrada e irregular, lo cual no ocurriría si aquellas zonas estuvieran llenas de agua. La descripción de las alas del hombre-murciélago (pág. 21) es copia literal de la explicación dada por Peter Wilkins sobre las alas de sus isleños voladores. Debería haber bastado este simple detalle para provocar sospechas. En la página 23 leemos: «¡Qué prodigiosa influencia debe de haber ejercido nuestro globo, trece veces más grande, sobre el satélite, cuando era un embrión en el seno del tiempo, el sujeto pasivo de la afinidad química!» Esto es muy bello; pero cabe observar que un astrónomo no hubiera formulado jamás semejante observación, sobre todo, a un periódico científico, ya que la tierra no es trece sino cuarenta y nueve veces más grande que la luna. Una objeción similar puede hacerse a las últimas páginas, donde, a modo de introducción a ciertos descubrimientos sobre Saturno, el corresponsal procede a dar informes sobre dicho planeta dignos de un colegial: ¡y esto al Edinburgh Journal of Science!. Pero, sobre todo, hay un punto que debió mostrar que se trataba de una ficción. Imaginamos la posibilidad de contemplar animales en la superficie de la luna; ¿qué es lo que llamaría primero la atención de un observador terrestre? ¿Su forma, tamaño y demás peculiaridades, o su notable posición! Parecerían estar caminando con las patas para arriba y la cabeza abajo, a modo de moscas en el techo. El verdadero observador hubiese proferido una instantánea exclamación de sorpresa (por más preparado que estuviera por sus conocimientos previos) ante la singularidad de esa posición, mientras que el observador ficticio no menciona siquiera la cosa, sino que habla de haber visto todo el cuerpo de dichas criaturas, cuando puede demostrarse que sólo le era dado ver el diámetro de sus cabezas. Para concluir, cabe hacer notar que el tamaño, y especialmente las facultades de los hombres-murciélagos (por ejemplo, su habilidad para volar en una atmósfera tan enrarecida, si es que hay atmósfera en la luna), así como el resto de las fantasías concernientes a la vida animal y vegetal, discrepan generalmente con todos los razonamientos analógicos sobre dichos temas, y que en estos casos la analogía suele llevar a demostraciones concluyentes. Apenas es necesario agregar que todas las sugestiones atribuidas a Brewster y a Herschel a comienzos del relato, sobre «una transfusión de luz artificial a través del objeto focal de la visión», etc., etc., pertenecen a esa especie de literatura florida que cabe muy bien bajo la denominación de galimatías. Existe un límite real y muy definido para el descubrimiento óptico entre las estrellas, un límite que se comprende con sólo enunciarlo. Si todo lo requerido fuese la fundición de grandes lentes, el ingenio humano llegaría a proporcionar todo lo que se le pidiera, y tendríamos lentes de cualquier tamaño. Pero desdichadamente, a medida que las lentes aumentan de tamaño, y, por tanto, de poder penetrador, va disminuyendo la luz del objeto contemplado, por difusión de sus rayos. Y contra este inconveniente el ingenio humano no puede inventar remedio alguno, pues un objeto es contemplado gracias a la luz que de él emana, sea directa o reflejada. Así, la única luz «artificial» que podría servir a Mr. Locke sería aquella que se proyectara, no sobre el «objeto focal de la visión», sino sobre el objeto mismo a contemplar: en este caso, sobre la luna. Se ha calculado fácilmente que cuando la luz procedente de una estrella se difunde hasta ser tan débil como la luz natural procedente de la totalidad de las estrellas, en una noche clara y sin luna, en ese caso la estrella deja de ser visible para todo fin práctico.