breve, debo recibir mi recompensa. Ansío volver a mi familia y a mi hogar, y, como precio
de la luz que está en mi mano arrojar sobre importantísimas ramas de la ciencia física y
metafísica, me permito solicitar, por intermedio de vuestra honorable corporación, que me
sea perdonado el crimen que cometí al partir de Rotterdam, o sea la muerte de mis
acreedores. Tal es el motivo de esta comunicación. Su portador, un habitante de la luna a
quien he persuadido y adiestrado para que sea mi mensajero en la tierra, esperará la
decisión que plazca a vuestras excelencias, y retornará trayéndome el perdón solicitado, si
es posible obtenerlo.
»Tengo el honor de saludar respetuosamente a Vuestras Excelencias.
» Vuestro humilde servidor,
Hans Pfaall.»
Se afirma que, al concluir la lectura de este extraordinario documento, el profesor
Rubadub dejó caer al suelo su pipa, en el colmo de la sorpresa, mientras Mynheer Superbus
Von Underduk, luego de quitarse los anteojos, limpiarlos y ponérselos en el bolsillo,
olvidaba su dignidad al punto de girar tres veces sobre sus talones, en una quintaesencia de
asombro y admiración. No cabía la menor duda: el perdón sería acordado. Así lo decidió
redondamente el profesor Rubadub, y así lo pensó finalmente el ilustre Von Underduk,
mientras tomaba del brazo a su colega y, sin decir palabra, se lo llevaba a su casa para
deliberar sobre las medidas que convendría adoptar. Ya en la puerta de la casa del
burgomaestre, el profesor se atrevió a decir que, como el mensajero había considerado
prudente desaparecer —asustado mortalmente, sin duda, por la salvaje apariencia de los
burgueses de Rotterdam—, de muy poco serviría el perdón, ya que sólo un selenita se
atrevería a intentar un viaje semejante. El burgomaestre convino en la verdad de esta
observación, y el asunto quedó finiquitado. Pero no pasó lo mismo con los rumores y las
conjeturas. Una vez publicada, la carta dio origen a toda clase de murmuraciones y
pareceres. Algunos que se pasaban de listos quedaron en ridículo al afirmar que aquello era
una superchería. Pero entre gentes así, todo lo que excede el nivel de su comprensión es
siempre una superchería. Por mi parte no alcanzo a imaginar en qué se fundaban para
sostener semejante acusación. Veamos lo que decían:
Primero: Que ciertos bromistas de Rotterdam tenían especial antipatía a ciertos
burgomaestres y astrónomos.
Segundo: Que un enano de extraño aspecto, de profesión malabarista, a quien le
faltaban las orejas por haberle sido cortadas en castigo de algún delito, había desaparecido
de su casa, en la vecina ciudad de Brujas.
Tercero: Que los periódicos que forraban por completo el pequeño globo eran
periódicos holandeses y, por tanto, no podían proceder de la luna. Eran papeles sucios,
sumamente sucios, y Gluck, el impresor, hubiera jurado por la Biblia que habían sido
impreso s en Rotterdam.
Cuarto: Que el muy malvado borracho de Hans Pfaall en persona, y los tres holgazanes
que llama sus acreedores, habían sido vistos no hace más de dos o tres días en una taberna
de los suburbios, al regresar con dinero en los bolsillos de un viaje de ultramar.
Finalmente: Que existía una opinión general, o que debería serlo, según la cual el
Colegio de Astrónomos de la ciudad de Rotterdam, al igual que todos los otros colegios
parecidos del mundo —para no mencionar a los colegios y astrónomos en general—, no era
ni mejor, ni más grande, ni más sabio de lo que hubiera debido ser.