estorbada con frecuencia por las masas de nubes que flotaban de un lado a otro.
»A las nueve y media hice el experimento de arrojar un puñado de plumas por la
válvula. No flotaron como había esperado, sino que cayeron verticalmente como una bala y
en masa, a extraordinaria velocidad, perdiéndose de vista en un segundo. Al principio no
supe qué pensar de tan extraordinario fenómeno, pues no podía creer que mi velocidad
ascensional hubiera alcanzado una aceleración repentina tan prodigiosa. Pero no tardó en
ocurrírseme que la atmósfera se hallaba ahora demasiado rarificada para sostener una mera
pluma, y que, por lo tanto, caían a toda velocidad; lo que me había sorprendido eran las
velocidades unidas de su descenso y mi elevación.
»A las diez hallé que no tenía que ocuparme mayormente de nada. Todo marchaba bien
y estaba convencido de que el globo subía con una rapidez creciente, aunque ya no tenía
instrumentos para asegurarme de su progresión. No sentía dolores ni molestias de ninguna
clase, y estaba de mejor humor que en ningún momento desde mi partida de Rotterdam; me
ocupé, pues, de observar los diversos instrumentos y de regenerar la atmósfera de la
cámara. Decidí repetirlo cada cuarenta minutos, más para mantener mi buen estado físico
que porque la renovación fuese absolutamente necesaria. Entretanto no pude impedirme
anticipar el futuro. Mi fantasía corría a gusto por las fantásticas y quiméricas regiones
lunares. Sintiéndose por una vez libre de cadenas, la imaginación erraba entre las
cambiantes maravillas de una tierra sombría e inestable. Había de pronto vetustas y
antiquísimas florestas, vertiginosos precipicios y cataratas que se precipitaban con
estruendo en abismos sin fondo. Llegaba luego a las calmas soledades del mediodía, donde
jamás soplaba una brisa, donde vastas praderas de amapolas y esbeltas flores semejantes a
lirios se extendían a la distancia, silenciosas e inmóviles por siempre. Y luego recorría otra
lejana región, donde había un lago oscuro y vago, limitado por nubes. Pero no sólo estas
fantasías se posesionaban de mi mente. Horrores de naturaleza mucho más torva y
espantosa hacían su aparición en mi pensamiento, estremeciendo lo más hondo de mi alma
con la mera suposición de su posibilidad. Pero no permitía que esto durara demasiado
tiempo, pensando sensatamente que los peligros reales y palpables de mi viaje eran
suficientes para concentrar por entero mi atención.
»A las cinco de la tarde, mientras me ocupaba de regenerar la atmósfera de la cámara,
aproveché la oportunidad para observar a la gata y sus gatitos a través de la válvula. Me
pareció que la gata volvía a sufrir mucho, y no vacilé en atribuirlo a la dificultad que
experimentaba para respirar; en cuanto a mi experimento con los gatitos, tuvo un resultado
sumamente extraño. Como es natural, había esperado que mostraran algún malestar, aunque
en grado menor que su madre, y ello hubiese bastado para confirmar mi opinión sobre la
resistencia habitual a la presión atmosférica. No estaba preparado para descubrir, al
examinarlos atentamente, que gozaban de una excelente salud y que respiraban con toda
soltura y perfecta regularidad, sin dar la menor señal de sufrimiento. No me quedó otra
explicación posible que ir aún más allá de mi teoría y suponer que la atmósfera altamente
rarificada que los envolvía no era quizá (como había dado por sentado) químicamente
suficiente para la vida animal, y que una persona nacida en ese medio podría acaso
inhalarla sin el menor inconveniente, mientras que al descender a los estratos más densos,
en las proximidades de la tierra, soportaría torturas de naturaleza similar a las que yo
acababa de padecer. Nunca he dejado de lamentar que un torpe accidente me privara en ese
momento de mi pequeña familia de gatos, impidiéndome adelantar en el conocimiento del
problema en cuestión. Al pasar la mano por la válvula, con un tazón de agua para la gata, se
me enganchó la manga de la camisa en el lazo que sostenía la pequeña cesta y lo