constituía un aumento completamente inesperado en el número de pasajeros del globo, pero
no me desagradó que hubiera ocurrido; me proporcionaba la oportunidad de poner a prueba
la verdad de una conjetura que, más que cualquier otra, me había impulsado a efectuar la
ascensión. Había imaginado que la resistencia habitual a la presión atmosférica en la
superficie de la tierra era la causa de los sufrimientos por los que pasa toda vida a cierta
distancia de esa superficie. Si los gatitos mostraban síntomas equivalentes a los de la
madre, debería considerar como fracasada mi teoría, pero si no era así, entendería el hecho
como una vigorosa confirmación de aquella idea.
»A las ocho de la mañana había alcanzado una altitud de diecisiete millas sobre el nivel
del mar. Así, pues, era evidente que mi velocidad ascensional no sólo iba en aumento, sino
que dicho aumento hubiera sido verificable aunque no hubiese tirado el lastre como lo
había hecho. Los dolores de cabeza y de oídos volvieron a intervalos y con mucha
violencia, y por momentos seguí sangrando por la nariz; pero, en general, sufría mucho
menos de lo que podía esperarse. Mi respiración, empero, se volvía más y más difícil, y
cada inspiración determinaba un desagradable movimiento espasmódico del pecho.
Desempaqué, pues, el aparato condensador y lo alisté para su uso inmediato.
»A esta altura de mi ascensión el panorama que ofrecía la tierra era magnífico. Hacia el
oeste, el norte y el sur, hasta donde alcanzaban mis ojos, se extendía la superficie ilimitada
de un océano en aparente calma, que por momentos iba adquiriendo una tonalidad más y
más azul. A grandísima distancia hacia el este, aunque discernibles con toda claridad,
veíanse las Islas Británicas, la costa atlántica de Francia y España, con una pequeña porción
de la parte septentrional del continente africano. Era imposible advertir la menor señal de
edificios aislados, y las más orgullosas ciudades de la humanidad se habían borrado
completamente de la faz de la tierra.
»Lo que más me asombró del aspecto de las cosas de abajo fue la aparente concavidad
de la superficie del globo. Bastante irreflexivamente había esperado contemplar su
verdadera convexidad a medida que subiera, pero no tardé en explicarme aquella
contradicción. Una línea tirada perpendicularmente desde mi posición a la tierra hubiera
formado la perpendicular de un triángulo rectángulo, cuya base se hubiera extendido desde
el ángulo recto hasta el horizonte, y la hipotenusa desde el horizonte hasta mi posición.
Pero mi lectura era poco o nada en comparación con la perspectiva que abarcaba. En otras
palabras, la base y la hipotenusa del supuesto triángulo hubieran sido en este caso tan
largas, comparadas con la perpendicular, que las dos primeras hubieran podido considerarse
casi paralelas. De esta manera el horizonte del aeronauta aparece siempre como si estuviera
al nivel de la barquilla. Pero, como el punto situado inmediatamente debajo de él le parece
estar —y está— a gran distancia, da también la impresión de hallarse a gran distancia por
debajo del horizonte. De ahí la aparente concavidad, que habrá de mantenerse hasta que la
elevación alcance una proporción tan grande con el panorama, que el aparente paralelismo
de la base y la hipotenusa desaparezca.
»A esta altura las palomas parecían sufrir mucho. Me decidí, pues, a ponerlas en
libertad. Desaté primero una, bonitamente moteada de gris, y la posé sobre el borde de la
barquilla. Se mostró muy inquieta; miraba ansiosamente a todas partes, agitando las alas y
arrullando suavemente, pero no pude persuadirla de que se soltara del borde. Por fin la
agarré, arrojándola a unas seis yardas del globo. Pero, contra lo que esperaba, no mostró
ningún deseo de descender, sino que luchó con todas sus fuerzas por volver, mientras
lanzaba fuertes y penetrantes chillidos. Logró por fin alcanzar su posición anterior, mas
apenas lo había hecho cuando apoyó la cabeza en el pecho y cayó muerta en la barquilla.