traviesa satisfacción ante la astucia que iba a desplegar para librarme de aquella posición en
que me hallaba, y en ningún momento puse en duda que lo lograría sin inconvenientes.
»Pasé varios minutos sumido en profunda meditación. Me acuerdo muy bien de que
apretaba los labios, apoyaba un dedo en la nariz y hacía todas las gesticulaciones propias de
los hombres que, cómodamente instalados en sus sillones, reflexionan sobre cuestiones
importantes e intrincadas. Luego de haber concentrado suficientemente mis ideas, procedí
con gran cuidado y atención a ponerme las manos a la espalda y a soltar la gran hebilla de
hierro del cinturón de mis pantalones. Dicha hebilla tenía tres dientes que, por hallarse
herrumbrados, giraban dificultosamente en su eje. Después de bastante trabajo conseguí
colocarlos en ángulo recto con el plano de la hebilla y noté satisfecho que permanecían
firmes en esa posición. Teniendo entre los dientes dicho instrumento, me puse a desatar el
nudo de mi corbata. Debí descansar varias veces antes de conseguirlo, pero finalmente lo
logré. Até entonces la hebilla a una de las puntas de la corbata y me sujeté el otro extremo a
la cintura para más seguridad. Enderezándome luego con un prodigioso despliegue de
energía muscular, logré en la primera tentativa lanzar la hebilla de manera que cayese en la
barquilla; tal como lo había anticipado, se enganchó en el borde circular de la cesta de
mimbre.
»Mi cuerpo se encontraba ahora inclinado hacia el lado de la barquilla en un ángulo de
unos cuarenta y cinco grados, pero no debe entenderse por esto que me hallara sólo a
cuarenta y cinco grados por debajo de la vertical. Lejos de ello, seguía casi paralelo al plano
del horizonte, pues mi cambio de posición había determinado que la barquilla se desplazara
a su vez hacia afuera, creándome una situación extremadamente peligrosa. Debe tenerse en
cuenta, sin embargo, que si al caer hubiera quedado con la cara vuelta hacia el globo y no
hacia afuera como estaba, o bien si la cuerda de la cual me hallaba suspendido hubiese
colgado del borde superior de la barquilla y no de un agujero cerca del fondo, en cualquiera
de los dos casos me hubiera sido imposible llevar a cabo lo que acababa de hacer, y las
revelaciones que siguen se hubieran perdido para la posteridad. Razones no me faltaban,
pues, para sentirme agradecido, aunque, a decir verdad, estaba aún demasiado aturdido para
sentir gran cosa, y seguí colgado durante un cuarto de hora, por lo menos, de aquella
extraordinaria manera, sin hacer ningún nuevo esfuerzo y en un tranquilo estado de
estúpido goce. Pero esto no tardó en cesar y se vio reemplazado por el horror, la angustia y
la sensación de total abandono y desastre. Lo que ocurría era que la sangre acumulada en
los vasos de mi cabeza y garganta, que hasta entonces me había exaltado delirantemente,
empezaba a retirarse a sus canales naturales, y que la lucidez que ahora se agregaba a mi
conciencia del peligro sólo servía para privarme de la entereza y el coraje necesarios para
enfrentarlo. Por suerte, esta debilidad no duró mucho. El espíritu de la desesperación acudió
a tiempo para rescatarme, y mientras gritaba y luchaba como un desesperado me enderecé
convulsivamente hasta alcanzar con una mano el tan ansiado borde y, aferrándome a él con
todas mis fuerzas, conseguí pasar mi cuerpo por encima y caer de cabeza y temblando en la
barquilla.
»Pasó algún tiempo antes de que me recobrara lo suficiente para ocuparme del manejo
del globo. Después de examinarlo atentamente, descubrí con gran alivio que no había
sufrido el menor daño. Los instrumentos estaban a salvo y no se había perdido ni el lastre ni
las provisiones. Por lo demás, los había asegurado tan bien en sus respectivos lugares, que
hubiese sido imposible que se estropearan. Miré mi reloj y vi que eran las seis de la
mañana. Ascendíamos rápidamente y el barómetro indicaba una altitud de tres millas y tres
cuartos. En el océano, inmediatamente por debajo de mí, aparecía un pequeño objeto negro