pareja de palomas y un gato.
»Se acercaba el amanecer y consideré que había llegado el momento de partir. Dejando
caer un cigarro encendido como por casualidad, aproveché el momento de agacharme a
recogerlo para encender secretamente el trozo de mecha que, como ya he dicho, sobresalía
ligeramente del borde inferior de uno de los cascos menores. La maniobra no fue advertida
por ninguno de los tres acreedores; entonces, saltando a la barquilla, corté la única soga que
me ataba a la tierra y tuve el gusto de ver que el globo remontaba vuelo con extraordinaria
rapidez, arrastrando sin el menor esfuerzo ciento setenta y cinco libras de lastre, del cual
habría podido llevar mucho más. En el momento de abandonar la tierra el barómetro
marcaba treinta pulgadas y el termómetro centígrado acusaba diecinueve grados.
»Apenas había alcanzado una altura de cincuenta yardas cuando, rugiendo y
serpenteando tras de mí de la manera más horrorosa, se alzó un huracán de fuego, cascajo,
maderas ardiendo, metal incandescente y miembros humanos destrozados que me llenó de
espanto y me hizo caer en el fondo de la barquilla, temblando de terror. Me daba cuenta de
que había exagerado la carga de la mina y que todavía me faltaba sufrir las consecuencias
mayores de su voladura. En efecto, menos de un segundo después sentí que toda la sangre
del cuerpo se me acumulaba en las sienes, y en ese momento una conmoción que jamás
olvidaré reventó en la noche y pareció rajar de lado a lado el firmamento. Cuando más tarde
tuve tiempo para reflexionar no dejé de atribuir la extremada violencia de la explosión, por
lo que a mí respecta, a su verdadera causa, o sea, a hallarme situado inmediatamente
encima de donde se había producido, en la línea de su máxima fuerza. Pero en aquel
momento sólo pensé en salvar la vida. El globo empezó por caer, luego se dilató
furiosamente y se puso a girar como un torbellino con vertiginosa rapidez, y finalmente,
balanceándose y sacudiéndose como un borracho, me lanzó por encima del borde de la
barquilla y me dejó colgando, a una espantosa altura, cabeza abajo y con el rostro mirando
hacia afuera, suspendido de una fina cuerda que accidentalmente colgaba de un agujero
cerca del fondo de la barquilla de mimbre, y en el cual, al caer, mi pie izquierdo quedó
enganchado de la manera más providencial.
»Sería imposible, completamente imposible, formarse una idea adecuada del horror de
mi situación. Traté de respirar, jadeando, mientras un estremecimiento comparable al de un
acceso de calentura recorría mi cuerpo. Sentí que los ojos se me salían de las órbitas, una
náusea horrorosa me envolvió, y acabé por perder completamente el sentido.
»No podría decir cuánto tiempo permanecí en este estado. Debió de ser mucho, sin
embargo, pues cuando recobré parcialmente el sentimiento de la existencia advertí que
estaba amaneciendo y que el globo volaba a prodigiosa altura sobre un océano
absolutamente desierto, sin la menor señal de tierra en cualquiera de los límites del vasto
horizonte. Empero, mis sensaciones al volver del desmayo no eran tan angustiosas como
cabía suponer. Había mucho de locura en el tranquilo examen que me puse a hacer de mi
situación. Levanté las manos a la altura de los ojos, preguntándome asombrado cuál podía
ser la causa de que tuviera tan hinchadas las venas y tan horriblemente negras las uñas.
Examiné luego cuidadosamente mi cabeza, sacudiéndola repetidas veces, hasta que