su tiempo se les iba en lecturas acerca de las revoluciones, para mantenerse al día en las
cuestiones intelectuales y el espíritu de la época. Si había que avivar un fuego, bastaba un
periódico viejo para apantallarlo, y, a medida que el gobierno se iba debilitando, no dudo de
que el cuero y el hierro adquirían durabilidad proporcional, pues en poco tiempo no hubo
en todo Rotterdam un par de fuelles que necesitaran una costura o los servicios de un
martillo.
»Imposible soportar semejante estado de cosas. No tardé en verme pobre como una
rata; como tenía mujer e hijos que alimentar, mis cargas se hicieron intolerables, y pasaba
hora tras hora reflexionando sobre el método más conveniente para quitarme la vida. Los
acreedores, entretanto, me dejaban poco tiempo de ocio. Mi casa estaba literalmente
asediada de la mañana a la noche. Tres de ellos, en particular, me fastidiaban
insoportablemente, montando guardia ante mi puerta y amenazándome con la justicia. Juré
que de los tres me vengaría de la manera más terrible, si alguna vez tenía la suerte de que
cayeran en mis manos; y creo que tan sólo el placer que me daba pensar en mi venganza me
impidió llevar a la práctica mi plan de suicidio y hacerme saltar la tapa de los sesos con un
trabuco. Me pareció que lo mejor era disimular mi cólera y engañar a los tres acreedores
con promesas y bellas palabras, hasta que un vuelco del destino me diera oportunidad de
cumplir mi venganza.
»Un día, después de escaparme sin ser visto por ellos, y sintiéndome más abatido que
de costumbre, pasé largo tiempo errando por sombrías callejuelas, sin objeto alguno, hasta
que la casualidad me hizo tropezar con el puesto de un librero. Viendo una silla destinada a
uso de los clientes, me dejé caer en ella y, sin saber por qué, abrí el primer volumen que se
hallaba al alcance de mi mano. Resultó ser un folleto que contenía un breve tratado de
astronomía especulativa, escrito por el profesor Encke, de Berlín, o por un francés de
nombre parecido. Tenía yo algunas nociones superficiales sobre el tema y me fui
absorbiendo más y más en el contenido del libro, leyéndolo dos veces seguidas antes de
darme cuenta de lo que sucedía en torno de mí. Como empezaba a oscurecer, encaminé mis
pasos a casa. Pero el tratado (unido a un descubrimiento de neumática que un primo mío de
Nantes me había comunicado recientemente con gran secreto) había producido en mí una
impresión indeleble y, a medida que recorría las oscuras calles, daban vueltas en mi
memoria los extraños y a veces incomprensibles razonamientos del autor.
»Algunos pasajes habían impresionado extraordinariamente mi imaginación. Cuanto
más meditaba, más intenso se hacía el interés que habían despertado en mí. Lo limitado de
mi educación en general, y más especialmente de los temas vinculados con la filosofía
natural, lejos de hacerme desconfiar de mi capacidad para comprender lo que había leído, o
inducirme a poner en duda las vagas nociones que había extraído de mi lectura, sirvió tan
sólo de nuevo estímulo a la imaginación, y fui lo bastante vano, o quizá lo bastante
razonable para preguntarme si aquellas torpes ideas, propias de una mente mal regulada, no
poseerían en realidad la fuerza, la realidad y todas las propiedades inherentes al instinto o a
la intuición.
»Era ya tarde cuando llegué a casa, y me acosté en seguida. Mi mente, sin embargo,
estaba demasiado excitada para poder dormir, y pasé toda la noche sumido en
meditaciones. Levantándome muy temprano al otro día, volví al puesto del librero y gasté
el poco dinero que tenía en la compra de algunos volúmenes sobre mecánica y astronomía
práctica. Una vez que hube regresado felizmente a casa con ellos, consagré todos mis
momentos libres a su estudio y pronto hice progresos tales e