escapan a la atención a fuerza de ser evidentes, y en esto la desatención ocular resulta
análoga al descuido que lleva al intelecto a no tomar en cuenta consideraciones excesivas y
palpablemente evidentes. De todos modos, es éste un asunto que se halla por encima o por
debajo del entendimiento del prefecto. Jamás se le ocurrió como probable o posible que el
ministro hubiera dejado la carta delante de las narices del mundo entero, a fin de impedir
mejor que una parte de ese mundo pudiera verla.
»Cuanto más pensaba en el audaz, decidido y característico ingenio de D..., en que el
documento debía hallarse siempre a mano si pretendía servirse de él para sus fines, y en la
absoluta seguridad proporcionada por el prefecto de que el documento no se hallaba oculto
dentro de los límites de las búsquedas ordinarias de dicho funcionario, más seguro me
sentía de que, para esconder la carta, el ministro había acudido al más amplio y sagaz de los
expedientes: el no ocultarla.
»Compenetrado de estas ideas, me puse un par de anteojos verdes, y una hermosa
mañana acudí como por casualidad a la mansión ministerial. Hallé a D... en casa,
bostezando, paseándose sin hacer nada y pretendiendo hallarse en el colmo del ennui.
Probablemente se trataba del más activo y enérgico de los seres vivientes, pero eso tan sólo
cuando nadie lo ve.
»Para no ser menos, me quejé del mal estado de mi vista y de la necesidad de usar
anteojos, bajo cuya protección pude observar cautelosa pero detalladamente el aposento,
mientras en apariencia seguía con toda atención las palabras de mi huésped.
»Dediqué especial cuidado a una gran mesa-escritorio junto a la cual se sentaba D..., y
en la que aparecían mezcladas algunas cartas y papeles, juntamente con un par de
instrumentos musicales y unos pocos libros. Pero, después de un prolongado y atento
escrutinio, no vi nada que procurara mis sospechas.
»Dando la vuelta al aposento, mis ojos cayeron por fin sobre un insignificante tarjetero
de cartón recortado que colgaba, sujeto por una sucia cinta azul, de una pequeña perilla de
bronce en mitad de la repisa de la chimenea. En este tarjetero, que estaba dividido en tres o
cuatro compartimentos, vi cinco o seis tarjetas de visitantes y una sola carta. Esta última
parecía muy arrugada y manchada. Estaba rota casi por la mitad, como si a una primera
intención de destruirla por inútil hubiera sucedido otra. Ostentaba un gran sello negro, con
el monograma de D... muy visible, y el sobrescrito, dirigido al mismo ministro revelaba una
letra menuda y femenina. La carta había sido arrojada con descuido, casi se diría que
desdeñosamente, en uno de los compartimentos superiores del tarjetero.
»Tan pronto hube visto dicha carta, me di cuenta de que era la que buscaba. Por cierto
que su apariencia difería completamente de la minuciosa descripción que nos había leído el
prefecto. En este caso el sello era grande y negro, con el monograma de D...; en el otro, era
pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia S... El sobrescrito de la presente carta
mostraba una letra menuda y femenina, mientras que el otro, dirigido a cierta persona real,
había sido trazado con caracteres firmes y decididos. Sólo el tamaño mostraba analogía.
Pero, en cambio, lo radical de unas diferencias que resultaban excesivas; la suciedad, el
papel arrugado y roto en parte, tan inconciliables con los verdaderos hábitos metódicos de
D..., y tan sugestivos de la intención de engañar sobre el verdadero valor del documento,
todo ello, digo sumado a la ubicación de la carta, insolentemente colocada bajo los ojos de
cualquier visitante, y coincidente, por tanto, con las conclusiones a las que ya había
arribado, corroboraron decididamente las sospechas de alguien que había ido allá con
intenciones de sospechar.
»Prolongué lo más posible mi visita y, mientras discutía animadamente con el ministro