experimento, diga a uno de esos caballeros que, en su opinión, podrían darse casos en que
x2+px no fuera absolutamente igual a q; pero, una vez que le haya hecho comprender lo que
quiere decir, sálgase de su camino lo antes posible, porque es seguro que tratará de
golpearlo.
»Lo que busco indicar —agregó Dupin, mientras yo reía de sus últimas
observaciones— es que, si el ministro hubiera sido sólo un matemático, el prefecto no se
habría visto en la necesidad de extenderme este cheque. Pero sé que es tanto matemático
como poeta, y mis medidas se han adaptado a sus capacidades, teniendo en cuenta las
circunstancias que lo rodeaban. Sabía que es un cortesano y un audaz intrigant. Pensé que
un hombre semejante no dejaría de estar al tanto de los métodos policiales ordinarios.
Imposible que no anticipara (y los hechos lo han probado así) los falsos asaltos a que fue
sometido. Reflexioné que igualmente habría previsto las pesquisiciones secretas en su casa.
Sus frecuentes ausencias nocturnas, que el prefecto consideraba una excelente ayuda para
su triunfo, me parecieron simplemente astucias destinadas a brindar oportunidades a la
perquisición y convencer lo antes posible a la policía de que la carta no se hallaba en la
casa, como G... terminó finalmente por creer. Me pareció asimismo que toda la serie de
pensamientos que con algún trabajo acabo de exponerle y que se refieren al principio
invariable de la acción policial en sus búsquedas de objetos ocultos, no podía dejar de
ocurrírsele al ministro. Ello debía conducirlo inflexiblemente a desdeñar todos los
escondrijos vulgares. Reflexioné que ese hombre no podía ser tan simple como para no
comprender que el rincón más remoto e inaccesible de su morada estaría tan abierto como
el más vulgar de los armarios a los ojos, las sondas, los barrenos y los microscopios del
prefecto. Vi, por último, que D... terminaría necesariamente en la simplicidad, si es que no
la adoptaba por una cuestión de gusto personal. Quizá recuerde usted con qué ganas rió el
prefecto cuando, en nuestra primera entrevista, sugerí que acaso el misterio lo perturbaba
por su absoluta evidencia.
—Me acuerdo muy bien —respondí—. Por un momento pensé que iban a darle
convulsiones.
—El mundo material —continuó Dupin— abunda en estrictas analogías con el
inmaterial, y ello tiñe de verdad el dogma retórico según el cual la metáfora o el símil
sirven tanto para reforzar un argumento como para embellecer una descripción. El principio
de la vis inertiæ, por ejemplo, parece idéntico en la física y en la metafísica. Si en la
primera es cierto que resulta más difícil poner en movimiento un cuerpo grande que uno
pequeño, y que el impulso o cantidad de movimiento subsecuente se hallará en relación con
la dificultad, no menos cierto es en metafísica que los intelectos de máxima capacidad,
aunque más vigorosos, constantes y eficaces en sus avances que los de grado inferior, son
más lentos en iniciar dicho avance y se muestran más embarazados y vacilantes en los
primeros pasos. Otra cosa: ¿Ha observado usted alguna vez, entre las muestras de las
tiendas, cuáles atraen la atención en mayor grado?
—Jamás se me ocurrió pensarlo —dije.
—Hay un juego