finalmente se decidirá a poner bolitas pares como la primera vez. Por lo tanto, diré pares.»
Así lo hace, y gana. Ahora bien, esta manera de razonar del colegial, a quien sus camaradas
llaman «afortunado», ¿en qué consiste si se la analiza con cuidado?
—Consiste —repuse— en la identificación del intelecto del razonador con el de su
oponente.
—Exactamente —dijo Dupin—. Cuando pregunté al muchacho de qué manera lograba
esa total identificación en la cual residían sus triunfos, me contestó: «Si quiero averiguar si
alguien es inteligente, o estúpido, o bueno, o malo, y saber cuáles son sus pensamientos en
ese momento, adapto lo más posible la expresión de mi cara a la de la suya, y luego espero
hasta ver qué pensamientos o sentimientos surgen en mi mente o en mi corazón,
coincidentes con la expresión de mi cara.» Esta respuesta del colegial está en la base de
toda la falsa profundidad atribuida a La Rochefoucauld, La Bruyère, Maquiavelo y
Campanella.
—Si comprendo bien —dije— la identificación del intelecto del razonador con el de su
oponente depende de la precisión con que se mida la inteligencia de este último.
—Depende de ello para sus resultados prácticos —replicó Dupin—, y el prefecto y sus
cohortes fracasan con tanta frecuencia, primero por no lograr dicha identificación y
segundo por medir mal —o, mejor dicho, por no medir— el intelecto con el cual se miden.
Sólo tienen en cuenta sus propias ideas ingeniosas y, al buscar alguna cosa oculta, se fijan
solamente en los métodos que ellos hubieran empleado para ocultarla. Tienen mucha razón
en la medida en que su propio ingenio es fiel representante del de la masa; pero, cuando la
astucia del malhechor posee un carácter distinto de la suya, aquél los derrota, como es
natural. Esto ocurre siempre cuando se trata de una astucia superior a la suya y, muy
frecuentemente, cuando está por debajo. Los policías no admiten variación de principio en
sus investigaciones; a lo sumo, si se ven apurados por algún caso insólito, o movidos por
una recompensa extraordinaria, extienden o exageran sus viejas modalidades rutinarias,
pero sin tocar los principios. Por ejemplo, en este asunto de D..., ¿qué se ha hecho para
modificar el principio de acción? ¿Qué son esas perforaciones, esos escrutinios con el
microscopio, esa división de la superficie del edificio en pulgadas cuadradas numeradas?
¿Qué representan sino la aplicación exagerada del principio o la serie de principios que
rigen una búsqueda, y que se basan a su vez en una serie de nociones sobre el ingenio
humano, a las cuales se ha acostumbrado el prefecto en la prolongada rutina de su tarea?
¿No ha advertido que G... da por sentado que todo hombre esconde una carta, si no
exactamente en un agujero practicado en la pata de una silla, por lo menos en algún agujero
o rincón sugerido por la misma línea de pensamiento que inspira la idea de esconderla en
un agujero hecho en la pata de una silla? Observe asimismo que esos escondrijos
rebuscados sólo se utilizan en ocasiones ordinarias, y sólo serán elegidos por inteligencias
igualmente ordinarias; vale decir que en todos los casos de ocultamiento cabe presumir, en
primer término, que se lo ha efectuado dentro de esas líneas; por lo tanto, su
descubrimiento no depende en absoluto de la perspicacia, sino del cuidado, la paciencia y la
obstinación de los buscadores; y si el caso es de importancia (o la recompensa magnifica, lo
cual equivale a la misma cosa a los ojos de los policías), las cualidades aludidas no fracasan
jamás. Comprenderá usted ahora lo que quiero decir cuando sostengo que si la carta robada
hubiese estado escondida en cualquier parte dentro de los límites de la perquisición del
prefecto (en otras palabras, si el principio rector de su ocultamiento hubiera estado
comprendido dentro de los principios del prefecto) hubiera sido descubierta sin la más
mínima duda. Pero nuestro funcionario ha sido mistificado por completo, y la remota fuente