Abernethy— es que consultara a un médico.»
—¡Vamos! —exclamó el prefecto, bastante desconcertado—. Estoy plenamente
dispuesto a pedir consejo y a pagar por él. De verdad, daría cincuenta mil francos a
quienquiera me ayudara en este asunto.
—En ese caso —replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques—,
bien puede usted llenarme un cheque por la suma mencionada. Cuando lo haya firmado le
entregaré la carta.
Me quedé estupefacto. En cuanto al prefecto, parecía fulminado. Durante algunos
minutos fue incapaz de hablar y de moverse, mientras contemplaba a mi amigo con ojos
que parecían salírsele de las órbitas y con la boca abierta. Recobrándose un tanto, tomó una
pluma y, después de varias pausas y abstraídas contemplaciones, llenó y firmó un cheque
por cincuenta mil francos, extendiéndolo por encima de la mesa a Dupin. Éste lo examinó
cuidadosamente y lo guardo en su cartera; luego, abriendo un escritorio, sacó una carta y la
entregó al prefecto. Nuestro funcionario la tomó en una convulsión de alegría, la abrió con
manos trémulas, lanzó una ojeada a su contenido y luego, lanzándose vacilante hacia la
puerta, desapareció bruscamente del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba
desde el momento en que Dupin le pidió que llenara el cheque.
Una vez que se hubo marchado, mi amigo consintió en darme algunas explicaciones.
—La policía parisiense es sumamente hábil a su manera —dijo—. Es perseverante,
ingeniosa, astuta y muy versada en los conocimientos que sus deberes exigen. Así, cuando
G... nos explicó su manera de registrar la mansión de D..., tuve plena confianza en que
había cumplido una investigación satisfactoria, hasta donde podía alcanzar.
—¿Hasta donde podía alcanzar? —repetí.
—Sí —dijo Dupin—. Las medidas adoptadas no solamente eran las mejores en su
género, sino que habían sido llevadas a la más absoluta perfección. Si la carta hubiera
estado dentro del ámbito de su búsqueda, no cabe la menor duda de que los policías la
hubieran encontrado.
Me eché a reír, pero Dupin parecía hablar muy en serio.
—Las medidas —continuó— eran excelentes en su género, y fueron bien ejecutadas; su
defecto residía en que eran inaplicables al caso y al hombre en cuestión. Una cierta cantidad
de recursos altamente ingeniosos constituyen para el prefecto una especie de lecho de
Procusto, en el cual quiere meter a la fuerza sus designios. Continuamente se equivoca por
ser demasiado profundo o demasiado superficial para el caso, y más de un colegial
razonaría mejor que él. Conocí a uno que tenía ocho años y cuyos triunfos en el juego de
«par e impar» atraían la admiración general. El juego es muy sencillo y se juega con
bolitas. Uno de los contendientes oculta en la mano cierta cantidad de bolitas y pregunta al
otro: «¿Par o impar?» Si éste adivina correctamente, gana una bolita; si se equivoca, pierde
una. El niño de quien hablo ganaba todas las bolitas de la escuela. Naturalmente, tenía un
método de adivinación que consistía en la simple observación y en el cálculo de la astucia
de sus adversarios. Supongamos que uno de éstos sea un perfecto tonto y que, levantando la
mano cerrada, le pregunta: «¿Par o impar?» Nuestro colegial responde: «Impar», y pierde, )