—Pues bien; como disponíamos del tiempo necesario, buscamos en todas partes.
Tengo una larga experiencia en estos casos. Revisé íntegramente la mansión, cuarto por
cuarto, dedicando las noches de toda una semana a cada aposento. Primero examiné el
moblaje. Abrimos todos los cajones; supongo que no ignoran ustedes que, para un agente
de policía bien adiestrado, no hay cajón secreto que pueda escapársele. En una búsqueda de
esta especie, el hombre que deja sin ver un cajón secreto es un imbécil. ¡Son tan evidentes!
En cada mueble hay una cierta masa, un cierto espacio que debe ser explicado. Para eso
tenemos reglas muy precisas. No se nos escaparía ni la quincuagésima parte de una línea.
»Terminada la inspección de armarios pasamos a las sillas. Atravesamos los
almohadones con esas largas y finas agujas que me han visto ustedes emplear. Levantamos
las tablas de las mesas.»
—¿Porqué?
—Con frecuencia, la persona que desea esconder algo levanta la tapa de una mesa o de
un mueble similar, hace un orificio en cada una de las patas, esconde el objeto en cuestión y
vuelve a poner la tabla en su sitio. Lo mismo suele hacerse en las cabeceras y postes de las
camas.
—Pero, ¿no puede localizarse la cavidad por el sonido? —pregunté.
—De ninguna manera si, luego de haberse depositado el objeto, se lo rodea con una
capa de algodón. Además, en este caso estábamos forzados a proceder sin hacer ruido.
—Pero es imposible que hayan ustedes revisado y desarmado todos los muebles donde
pudo ser escondida la carta en la forma que menciona. Una carta puede ser reducida a un
delgadísimo rollo, casi igual en volumen al de una aguja larga de tejer, y en esa forma se la
puede insertar, por ejemplo, en el travesaño de una silla. ¿Supongo que no desarmaron
todas las sillas?
—Por supuesto que no, pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de todas
las sillas de la casa y las junturas de todos los muebles con ayuda de un poderoso
microscopio. Si hubiera habido la menor señal de un reciente cambio, no habríamos dejado
de advertirlo instantáneamente. Un simple grano de polvo producido por un barreno nos
hubiera saltado a los ojos como si fuera una manzana. La menor diferencia en la
encoladura, la más mínima apertura en los ensamblajes, hubiera bastado para orientarnos.
—Supongo que miraron en los espejos, entre los marcos y el cristal, y que examinaron
las camas y la ropa de la cama, así como los cortinados y alfombras.
—Naturalmente, y luego que hubimos revisado todo el moblaje en la misma forma
minuciosa, pasamos a la casa misma. Dividimos su superficie en compartimentos que
numeramos, a fin de que no se nos escapara ninguno; luego escrutamos cada pulgada
cuadrada, incluyendo las dos casas adyacentes, siempre ayudados por el microscopio.
—¿Las dos casas adyacentes? —exclamé—. ¡Habrán tenido toda clase de dificultades!
—Sí. Pero la recompensa ofrecida es enorme.
—¿Incluían ustedes el terreno contiguo a las casas?
—Dicho terreno está pavimentado con ladrillos. No nos dio demasiado trabajo
comparativamente, pues examinamos el musgo entre los ladrillos y lo encontramos intacto.
—¿Miraron entre los papeles de D..., naturalmente, y en los libros de la biblioteca?
—Claro está. Abrimos todos los paquetes, y no sólo examinamos cada libro, sino que
lo hojeamos cuidadosamente, sin conformarnos con una mera sacudida, como suelen
hacerlo nuestros oficiales de policía. Medimos asimismo el espesor de cada
encuadernación, escrutándola luego de la manera más detallada con el microscopio. Si se
hubiera insertado un papel en una de esas encuadernaciones, resultaría imposible que