—Pues bien, voy a decírselo —repuso el prefecto, aspirando profundamente una
bocanada de humo e instalándose en un sillón—. Puedo explicarlo en pocas palabras, pero
antes debo advertirles que el asunto exige el mayor secreto, pues si se supiera que lo he
confiado a otras personas podría costarme mi actual posición.
—Hable usted —dije.
—O no hable —dijo Dupin.
—Está bien. He sido informado personalmente, por alguien que ocupa un altísimo
puesto, de que cierto documento de la mayor importancia ha sido robado en las cámaras
reales. Se sabe quién es la persona que lo ha robado, pues fue vista cuando se apoderaba de
él. También se sabe que el documento continúa en su poder.
—¿Cómo se sabe eso? —preguntó Dupin.
—Se deduce claramente —repuso el prefecto— de la naturaleza del documento y de
que no se hayan producido ciertas consecuencias que tendrían lugar inmediatamente
después que aquél pasara a otras manos; vale decir, en caso de que fuera empleado en la
forma en que el ladrón ha de pretender hacerlo al final.
—Sea un poco más explícito —dije.
—Pues bien, puedo afirmar que dicho papel da a su poseedor cierto poder en cierto
lugar donde dicho poder es inmensamente valioso.
El prefecto estaba encantado de su jerga diplomática.
—Pues sigo sin entender nada —dijo Dupin.
—¿No? Veamos: la presentación del documento a una tercera persona que no
nombraremos pondría sobre el tapete el honor de un personaje de las más altas esferas y
ello da al poseedor del documento un dominio sobre el ilustre personaje cuyo honor y
tranquilidad se ven de tal modo amenazados.
—Pero ese dominio —interrumpí— dependerá de que el ladrón supiera que dicho
personaje lo conoce como tal. ¿Y quién osaría...?
—El ladrón —dijo G...— es el ministro D..., que se atreve a todo, tanto en lo que es
digno como lo que es indigno de un hombre. La forma en que cometió el robo es tan
ingeniosa como audaz. El documento en cuestión —una carta, para ser francos— fue
recibido por la persona robada mientras se hallaba a solas en el boudoir real. Mientras la
leía, se vio repentinamente interrumpida por la entrada de la otra eminente persona, a la
cual la primera deseaba ocultar especialmente la carta. Después de una apresurada y vana
tentativa de esconderla en un cajón, debió dejarla, abierta como estaba, sobre una mesa.
Como el sobrescrito había quedado hacia arriba y no se veía el contenido, la carta podía
pasar sin ser vista. Pero en ese momento aparece el ministro D... Sus ojos de lince perciben
inmediatamente el papel, reconoce la escritura del sobrescrito, observa la confusión de la
persona en cuestión y adivina su secreto. Luego de tratar algunos asuntos en la forma
expeditiva que le es usual, extrae una carta parecida a la que nos ocupa, la abre, finge leerla
y la coloca luego exactamente al lado de la otra. Vuelve entonces a departir sobre las
cuestiones públicas durante un cuarto de hora. Se levanta, finalmente, y, al despedirse, toma
la carta que no le pertenece. La persona robada ve la maniobra, pero no se atreve a llamarle
la atención en presencia de la tercera, que no se mueve de su lado. El ministro se marcha,
dejando sobre la mesa la otra carta sin importancia.
—Pues bien —dijo Dupin, dirigiéndose a mí—, ahí tiene usted lo que se requería para
que el dominio del ladrón fuera completo: éste sabe que la persona robada lo conoce como
el ladrón.
—En efecto —dijo el prefecto—, y el poder así obtenido ha sido usado en estos últimos