La carta robada
Nil sapientiae odiosius acumine nimio.
(SÉNECA)
Me hallaba en París en el otoño de 18... Una noche, después de una tarde ventosa,
gozaba del doble placer de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de
mi amigo C. Auguste Dupin, en su pequeña biblioteca o gabinete de estudios del n.° 33, rue
Dunot, au troisième, Faubourg Saint-Germain. Llevábamos más de una hora en profundo
silencio, y cualquier observador casual nos hubiera creído exclusiva y profundamente
dedicados a estudiar las onduladas capas de humo que llenaban la atmósfera de la sala. Por
mi parte, me había entregado a la discusión mental de ciertos tópicos sobre los cuales
habíamos departido al comienzo de la velada; me refiero al caso de la rue Morgue y al
misterio del asesinato de Marie Rogêt. No dejé de pensar, pues, en una coincidencia,
cuando vi abrirse la puerta para dejar paso a nuestro viejo conocido G..., el prefecto de la
policía de París.
Lo recibimos cordialmente, pues en aquel hombre había tanto de despreciable como de
divertido, y llevábamos varios años sin verlo. Como habíamos estado sentados en la
oscuridad, Dupin se levantó para encender una lámpara, pero volvió a su asiento sin hacerlo
cuando G... nos hizo saber que venía a consultarnos, o, mejor dicho, a pedir la opinión de
mi amigo sobre cierto asunto oficial que lo preocupaba grandemente.
—Si se trata de algo que requiere reflexión —observó Dupin, absteniéndose de dar
fuego a la mecha— será mejor examinarlo en la oscuridad.
—He aquí una de sus ideas raras —dijo el prefecto, para quien todo lo que excedía su
comprensión era «raro», por lo cual vivía rodeado de una verdadera legión de «rarezas».
—Muy cierto —repuso Dupin, entregando una pipa a nuestro visitante y ofreciéndole
un confortable asiento.
—¿Y cuál es la dificultad? —pregunté—. Espero que no sea otro asesinato.
—¡Oh, no, nada de eso! Por cierto que es un asunto muy sencillo y no dudo de que
podremos resolverlo perfectamente bien por nuestra cuenta; de todos modos pensé que a
Dupin le gustaría conocer los detalles, puesto que es un caso muy raro.
—Sencillo y raro —dijo Dupin.
—Justamente. Pero tampoco es completamente eso. A decir verdad, todos estamos
bastante confundidos, ya que la cosa es se