tenía nada a mano para remediarlo. Debió de preferir cualquier riesgo antes que regresar a
aquella terrible playa. Luego, libre de su fúnebre carga, el asesino se apresuró a regresar a
la ciudad. Allí, en algún muelle mal iluminado, saltó a tierra. En cuanto al bote, ¿lo
amarraría allí mismo? Debió de proceder con demasiada prisa para pensar en tal cosa.
Además, de amarrarlo, hubiera sentido que dejaba a sus espaldas pruebas contra sí mismo.
Su reacción natural debió de ser la de alejar lo más posible todo lo que guardara alguna
relación con el crimen. No sólo quería huir de aquel muelle, sino que no permitiría que el
bote quedara allí. Seguramente lo lanzó a la deriva. Pero sigamos adelante con nuestras
suposiciones. A la mañana siguiente, el miserable se siente presa del más inexpresable
horror al enterarse de que el bote ha sido recogido y llevado a un lugar que él frecuenta
diariamente; un lugar donde quizá sus obligaciones lo hacen acudir de continuo. A la noche
siguiente, sin atreverse a pedir el timón, se apodera del bote. Ahora bien: ¿dónde está ese
bote sin gobernalle? Descubrirlo debe constituir uno de nuestros primeros propósitos. De la
luz que emane de ese descubrimiento comenzará a nacer el día de nuestro triunfo. Con una
rapidez que nos sorprenderá, el bote va a guiarnos hasta aquel que lo utilizó en la
medianoche del domingo fatal. Una corroboración seguirá a otra y el asesino será
identificado.»
[Por razones que no especificaremos, pero que resultarán obvias a muchos lectores, nos
hemos tomado la libertad de omitir la parte del manuscrito confiado a nuestras manos
dónde se detalla el seguimiento de la apenas perceptible pista lograda por Dupin. Sólo nos
parece conveniente dejar constancia, en resumen, de que los resultados previstos fueron
alcanzados, y que el prefecto cumplió fielmente, aunque sin muchas ganas, los términos de
su convenio con el chevalier. El artículo del señor Poe concluye con las siguientes palabras
(Los directores)33]:
Se comprenderá que hablo de coincidencias y nada más. Lo que he dicho sobre este
punto debe bastar. No hay fe en mi corazón sobre lo preternatural. Que la naturaleza y su
Dios son dos, nadie capaz de pensar lo negará. Que el segundo, creando la primera, puede
controlarla y modificarla a su voluntad, es asimismo incuestionable. Digo «a su voluntad»
porque se trata de una cuestión de voluntad y no, como el extravío de la lógica supone, de
poder. No se trata de que la Deidad no pueda modificar sus leyes, sino que la insultamos al
suponer una posible necesidad de modificación. En sus orígenes, esas leyes fueron
planeadas para abrazar todas las contingencias que podrían presentarse en el futuro. Con
Dios, todo es ahora.
Repito, pues, que sólo hablo de estas cosas como de coincidencias. Más aún: en lo que
he relatado se verá que entre el destino de la infortunada Mary Cecilia Rogers (hasta donde
dicho destino es conocido) y el de una tal Marie Rogêt (hasta un momento dado de su
historia) existió un paralelo de tan extraordinaria exactitud que frente a él la razón se siente
confundida. He dicho que esto se verá. Pero no se suponga por un solo instante que, al
continuar con la triste narración referente a Marie desde la época mencionada, y seguir
hasta su desenlace el misterio que rodeó su muerte, abrigo la encubierta intención de
insinuar que el paralelo continúa, o sugerir que las medidas adoptadas en París para el
descubrimiento del asesino de una grisette, o cualquier medida fundada en raciocinios
similares, producirían en el otro caso resultados equivalentes.
Preciso es tener en cuenta —refiriéndonos a la última parte de la suposición— que la
más nimia variación en los hechos de los dos casos podría dar motivo a los más grandes
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De la revista donde se publicó por primera vez este trabajo.