»“Sus pies eran pequeños —sigue diciendo el diario—, pero hay miles de pies
pequeños. Tampoco constituyen una prueba sus ligas y sus zapatos, ya que unos y otros se
venden en lotes. Lo mismo cabe decir de las flores de su sombrero. Monsieur Beauvais
insiste en que el broche de las ligas había sido cambiado de lugar para que ajustaran. Esto
no significa nada, ya que muchas mujeres prefieren llevar las ligas nuevas a su casa y
ajustarlas allí al diámetro de su pierna, en vez de probarlas en la tienda donde las compran.”
Aquí resulta difícil suponer que el razonador obra de buena fe. Si en su búsqueda del
cuerpo de Marie, monsieur Beauvais encontró un cadáver que en sus medidas y apariencias
generales correspondía a la joven desaparecida, cabe suponer que, sin tomar en cuenta para
nada la cuestión de la vestimenta, debió imaginar que se trataba de ella. Si, ad emás de las
medidas y formas generales, descubrió en el brazo un vello cuyo aspecto correspondía al
que había observado en vida de Marie, su opinión debió, con toda justicia, acentuarse, y el
aumento de seguridad pudo muy bien estar en relación directa con la particularidad o rareza
del vello del brazo. Si los pies de Marie eran pequeños, y también lo eran los del cadáver, el
aumento de probabilidades de que éste correspondiera a aquélla no se daría ya en
proporción meramente aritmética, sino geométrica o acumulativa. Agreguemos a esto los
zapatos, análogos a los que Marie llevaba puestos el día de su desaparición; aunque dichos
zapatos “se vendan en lotes”, aumenta a tal punto la probabilidad, que casi la vuelven
certeza. Lo que en sí mismo no sería una prueba de identidad se convierte, por su posición
corroborativa, en la más segura de las pruebas. Agréguese a esto las flores del sombrero,
coincidentes con las que llevaba la joven desaparecida, y no pediremos nada más. Y si por
una sola flor no exigiríamos otra prueba, ¿qué diremos de dos, o tres, o más? Cada una que
se agrega es una prueba múltiple; no una prueba sumada a otra, sino multiplicada por
cientos o miles. Descubramos ahora en el cadáver un par de ligas como las que usaba la
difunta, y sería casi una locura seguir adelante. Pero, además, ocurre que estas ligas
aparecen ajustadas, mediante el corrimiento de su broche, en la misma forma en que Marie
había ajustado las suyas poco antes de salir de su casa. Dudar, ahora, es hipocresía o locura.
Cuando L’Etoile sostiene que este acortamiento de las ligas es una práctica habitual, lo
único que demuestra es su pertinacia en el error. La calidad de elástica de toda liga
demuestra por sí misma que la necesidad de acortarla es muy poco frecuente. Lo que está
hecho para ajustar por sí mismo sólo rara vez necesitará ayuda para cumplir su cometido.
Sólo por accidente, en su más estricto sentido, las ligas de Marie requirieron ser acortadas.
Y ellas solas hubieran bastado para asegurar ampliamente su identidad. Pero aquí no se
trata de que el cadáver tuviera las ligas de la joven desaparecida, o sus zapatos, o su gorro,
o las flores de su gorro, o sus pies, o una marca peculiar en el brazo, o su medida y
apariencia generales, sino que el cadáver tenía todo eso junto. Si se pudiera probar que,
frente a ello, el redactor de L’Etoile experimentó verdaderamente dudas no haría falta en su
caso un mandato de lunático inquirendo. A nuestro hombre le ha parecido muy sagaz
hacerse eco de las charlas de los abogados, que, por su parte, se contentan con repetir los
rígidos preceptos de los tribunales. Le haré notar aquí que mucho de lo que en un tribunal
se rechaza como prueba constituye la mejor de las pruebas para la inteligencia. Ocurre que
el tribunal, guiándose por principios generales ya reconocidos y registrados, no gusta de
apartarse de ellos en casos particulares. Y esta pertinaz adhesión a los principios, con total
omisión de las excepciones en conflicto, es un medio seguro para alcanzar el máximo de
verdad alcanzable, en cualquier período prolongado de tiempo. Esta práctica, en masse, es,