loco si pensara que van a creerme! Y, sin embargo, soy inocente, y lo confesaré todo
aunque me cueste la vida.
En sustancia, lo que nos dijo fue lo siguiente: Poco tiempo atrás, había hecho un viaje
al archipiélago índico. Un grupo del que formaba parte desembarcó en Borneo y penetró en
el interior a fin de hacer una excursión placentera. Entre él y un compañero capturaron al
orangután. Como su compañero falleciera, quedó dueño único del animal. Después de
considerables dificultades, ocasionadas por la indomable ferocidad de su cautivo durante el
viaje de vuelta, logró finalmente encerrarlo en su casa de París, donde, para aislarlo de la
incómoda curiosidad de sus vecinos, lo mantenía cuidadosamente recluido, mientras el
animal curaba de una herida en la pata que se había hecho con una astilla a bordo del
buque. Una vez curado, el marinero estaba dispuesto a venderlo.
Una noche, o más bien una madrugada, en que volvía de una pequeña juerga de
marineros, nuestro hombre se encontró con que el orangután había penetrado en su
dormitorio, luego de escaparse de la habitación contigua donde su captor había creído
tenerlo sólidamente encerrado. Navaja en mano y embadurnado de jabón, habíase sentado
frente a un espejo y trataba de afeitarse, tal como, sin duda, había visto hacer a su amo
espiándolo por el ojo de la cerradura. Aterrado al ver arma tan peligrosa en manos de un
animal que, en su ferocidad, era harto capaz de utilizarla, el marinero se quedó un instante
sin saber qué hacer. Por lo regular, lograba contener al animal, aun en sus arrebatos más
terribles, con ayuda de un látigo, y pensó acudir otra vez a ese recurso. Pero al verlo, el
orangután se lanzó de un salto a la puerta, bajó las escaleras y, desde ellas, saltando por una
ventana que desgraciadamente estaba abierta, se dejó caer a la calle.
Desesperado, el francés se precipitó en su seguimiento. Navaja en mano, el mono se
detenía para mirar y hacer muecas a su perseguidor, dejándolo acercarse casi hasta su lado.
Entonces echaba a correr otra vez. Siguió así la caza durante largo tiempo. Las calles
estaban profundamente tranquilas, pues eran casi las tres de la madrugada. Al atravesar el
pasaje de los fondos de la rue Morgue, la atención del fugitivo se vio atraída por la luz que
salía de la ventana abierta del aposento de madame L’Espanaye, en el cuarto piso de su
casa. Precipitándose hacia el edificio, descubrió la varilla del pararrayos, trepó por ella con
inconcebible agilidad, aferró la persiana que se hallaba completamente abierta y pegada a la
pared, y en esta forma se lanzó hacia adelante hasta caer sobre la cabecera de la cama. Todo
esto había ocurrido en menos de un minuto. Al saltar en la habitación, las patas del
orangután rechazaron nuevamente la persiana, la cual quedó abierta.
El marinero, a todo esto, se sentía tranquilo y preocupado al mismo tiempo. Renacían
sus esperanzas de volver a capturar a la bestia, ya que le sería difícil escapar de la trampa
en que acababa de meterse, salvo que bajara otra vez por el pararrayos, ocasión en que sería
posible atraparlo. Por otra parte, se sentía ansioso al pensar en lo que podría estar haciendo
en la casa. Esta última reflexión indujo al hombre a seguir al fugitivo. Para un marinero no
hay dificultad en trepar por una varilla de pararrayos; pero, cuando hubo llegado a la altura
de la ventana, que quedaba muy alejada a su izquierda, no pudo seguir adelante; lo más que
alcanzó fue a echarse a un lado para observar el interior del aposento. Apenas hubo mirado,
estuvo a punto de caer a causa del horror que lo sobrecogió. Fue en ese momento cuando
empezaron los espantosos alaridos que arrancaron de su sueño a los vecinos de la rue
Morgue. Madame L’Espanaye y su hija, vestidas con sus camisones de dormir, habían
estado aparentemente ocupadas en arreglar algunos papeles en la caja fuerte ya
mencionada, la cual había sido corrida al centro del cuarto. Hallábase abierta, y a su lado,
en el suelo, los papeles que contenía. Las víctimas debían de haber estado sentadas dando la